Vie. Abr 19th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

¿Y ahora qué? Por Vicente Massot

Todo fue un grotesco. La manera como Martin Guzmán —no sin predeterminación— decidió el día y la hora de su renuncia. El off side en el que quedó parado el presidente, que se enteró de la noticia mientras almorzaba en la casa de campo de un renombrado evasor impositivo. El minué de enredos que protagonizaron Sergio Massa y el equipo de incondicionales de la Casa Rosada, que creyeron poder instalarse en el gabinete con plenos poderes. Los ofrecimientos fallidos —unos detrás de otros— que Alberto Fernández le extendió a conocidos economistas del peronismo para reemplazar a Guzmán. La patética maldad de Cristina Kirchner, quien en el discurso de Ensenada —cuando todavía ignoraba el portazo del titular de Hacienda— hizo una velada referencia a la vida privada del hombre que puso en Balcarce 50, al decir que ella podía hacer públicos sus chats, cosa que otros no estaban en condiciones de hacer. La improvisación que mostró en todo momento el gobierno durante el lapso transcurrido desde la salida de Guzmán y la llegada, entre gallos y medianoche, de Silvina Batakis. El hecho de que se anunciara el cambio por vía de un tweet por temor al cacerolazo que tenía lugar en ese momento fuera de la Quinta de Olivos. El lastimoso servilismo del primer magistrado que primero quiso sacar pecho y decidir por su cuenta y riesgo, para terminar tomando el teléfono, llamándola a la Señora y rindiéndose a sus pies.

Carecería de sentido revisitar los acontecimientos que se jalonaron el sábado a la tarde y el domingo. Son de todos conocidos. Lo que importa ahora es analizar lo que viene. Tratar de poner en claro qué cosas no van a cambiar y cuáles son las incógnitas para las cuales no hay todavía respuesta cierta. Conviene ir por partes. Primero es obligado puntualizar aquello que ya no tiene vuelta: la rendición incondicional del presidente resulta —de lejos— el dato de mayor relevancia, fuera del costado económico de la crisis. Está claro que la vicepresidente logró cuánto anhelaba, sin despeinarse: que su principal adversario dentro del frente que ella acaudilla hiciera flamear la bandera blanca y que el economista discípulo de Stiglitz se fuera a su casa, de una vez por todas. De ahora en adelante, no habrá posibilidad ninguna de que quien ocupa el sillón de Rivadavia pueda pensar siquiera en una reelección. Ha comenzado un proceso de transición que nadie sabe si durará hasta diciembre del año próximo o volará por los aires
antes de tiempo.

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Lo expresado —aunque parezca catastrofista— cobra sentido a raíz de la extrema debilidad presidencial y el acelerado deterioro de la situación económica. La sola presencia de Silvina Batakis —que juega en la primera de ascenso— en la cartera de Hacienda, da la pauta de dos cosas al mismo tiempo: hasta qué grado llega la desconfianza de los economistas con pergaminos en el seno del peronismo, y el error grosero de apreciación de Alberto Fernández y de su valedora respecto de la dimensión del problema que tienen entre manos. El primer dato se explica por sí solo: ni Marco Lavagna, ni Martín Redrado ni Emanuel Álvarez Agis quisieron agarrar esta papa caliente porque no hay quien considere posible ordenar las cosas teniendo que depender del humor de la viuda de Kirchner, en un ministerio loteado. El segundo aspecto es mucho más grave. Más allá de la pobreza intelectual de la funcionaria escogida, que todos los cambios hayan quedado reducidos a uno —modificación de figuritas— parece inconcebible.

Todavía no sabemos qué va a hacer la Batakis, pero en una coyuntura como la presente las opciones son pocas. La situación no admite atajos ni inventos raros. O radicaliza el programa que se venía aplicando u opta por una continuación —con retoques de poca monta— de lo efectuado hasta aquí por el staff de Martín Guzmán. Para dar vuelo a aquello o a esto se requería poner en las trincheras oficialistas a un equipo sólido en lo técnico y coherente en lo doctrinario. Pero nada de esto ocurrió. El gobierno le colocó un parche a la crisis, con lo cual no hizo más que agravarla. Para prueba ahí está la deriva del dólar y —peor aun— de la deuda en las primeras 48 horas de la nueva titular de Economía.

El kirchnerismo gobernante estaba obligado, cuando tomó conciencia de lo que implicaba el desaire de Guzmán, a actuar rápido; a no dar la impresión de que estaba improvisando; a convencer a un economista que ofreciese un mínimo de confianza a los mercados, para que se hiciese cargo del desafío y que anunciase el domingo a la noche los lineamientos que seguiría, y a decretar un feriado cambiario, por si acaso. De más está decir que se hizo todo al revés. El grotesco —como lo calificamos más arriba— no sólo dejó expuesto al presidente sino también a la mujer que obtuvo, a expensas de éste, un triunfo pírrico. En realidad, bien analizada la cuestión, los dos salieron perdidosos del trance, y ahora deberán hacer —si es que pueden— de la necesidad, virtud.

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Vienen de reunirse después de meses de destratarse porque han caído en la cuenta de que el horno no está para bollos y que, si continuaban con sus riñas de campanario, las cosas se pondrían cada día más espesas. El cónclave del lunes a la noche en Olivos no supone una reconciliación. Cristina Kirchner no la necesita porque ganó la pulseada. Alberto Fernández es hoy su subordinado. Lo que han intentado hacer es ofrecer ante la opinión pública una imagen de unidad. Pero pocos les creen. Todos saben que, en el fondo, se odian y se necesitan a la vez. Ella no desea volver a la Rosada. Es consciente de que carece de soluciones y no quiere ser la responsable de la hecatombe, que imagina inevitable. De su lado el presidente, aunque devaluado y convertido en el hazmerreír nacional, se aferra al cargo como chico a juguete nuevo. La dignidad la perdió hace tiempo. Sólo le interesan los oropeles y que no se diga de él que fue incapaz de completar su mandato.

El gobierno —que con el nombramiento de Silvina Batakis ha sumado de lleno a Cristina Kirchner— se halla en la cuerda floja, con un precipicio debajo suyo. Quizá si repitiese la jugada que el 23 de enero del 2014 ensayó Juan Carlos Fábrega —con la anuencia, claro, de la entonces presidente y del ministro de Economía Axel Kicillof— pueda ganar algo de oxígeno y estirar la agonía. Si no fuese así, en el supuesto de continuar por la huella que dejó Martín Guzmán, chocará contra la realidad en cuestión de semanas. Si, en cambio, intenta el camino de la radicalización con base en incrementar el cepo, restringir el turismo y aumentar las retenciones al campo —por ejemplo— el deterioro de la situación será aún más rápido. Las dos alternativas no pueden ponerle coto a la inflación, sumar reservas, reconstruir la confianza perdida ni defender con éxito el valor de la moneda. Por eso la crisis económica podría dar paso, antes de fin de año, a otra de carácter institucional.