Vie. Abr 19th, 2024

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Treinta mil desaparecidos: No son un emblema sino una impostura. Por Mario Caponnetto

«Tampoco nos parece acertado discutir la verdad de los números, porque no mitigan la dimensión de la tragedia. 30 mil desaparecidos es un emblema social y como tal, resulta indiscutible» (Comunicado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación con motivo de expresiones vertidas por el titular de la Aduana).

Argentina es un país surrealista. Casi onírico. Por eso, de tanto en tanto, despiertan los fantasmas que alimentan sus pesadillas y se vuelven peligrosamente vigiles. Uno de esos fantasmas, el más recurrente, es el de la última dictadura militar con sus treinta mil desaparecidos y su genocidio certificado, no por la historia, sino por sentencias de una justicia, siempre cuestionada, acusada de todos los males, pero que por arte de birlibirloque se transforma en la más impoluta, incorruptible y majestuosa justicia del universo cuando se trata de juzgar a militares genocidas. Allí sus juicios se vuelven inapelables, absolutos y gozan de una infalibilidad que ya nadie reconoce ni siquiera al Decálogo de Moisés. Guay de quien ose contradecir una coma de esas sentencias: le aguarda, inexorable, la muerte civil… por ahora.

Esta vez el disparador han sido unas declaraciones del titular de la Aduana. ¿Qué dijo el réprobo? Que los desaparecidos no fueron treinta sino ocho mil y que no es lo mismo ocho mil verdades que veintidós mil mentiras. La osadía no se detuvo aquí: según Gómez Centurión (de él se trata) el gobierno militar no tuvo un plan sistemático de desaparición de personas. Bastó esto para que saliera, desafiando la modorra veraniega, el entero y desafinado coro de los defensores de los derechos humanos, las organizaciones conexas, los políticos de todo color, los periodistas, los sesudos formadores de la opinión pública, los intelectuales, los artistas, los funcionarios del Gobierno (hasta el momento de escribir esta nota ningún obispo todavía se había agregado a la lista). De hecho todos ellos han pedido la inmediata remoción del cargo del hereje. Hasta la ex Cristina Kirchner, en uno de sus habituales ataques de twitter, lo acusó de apología del delito. Como se ve, no exagero nada cuando digo que Argentina es un país de pesadilla.

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Pero en la cima del desborde y el disparate, la Secretaría de Derechos Humanos que dirige el señor Avruj afirmó, sin sonrojarse, que los treinta mil desaparecidos son “un emblema social indiscutible”.

Lo primero que hay que aclararle al señor Avruj es que los treinta mil desaparecidos no son un emblema social indiscutible sino una indiscutible impostura histórica impuesta a palos desde hace más de treinta años. Esta impostura se viene repitiendo con insistencia digna de mejor causa en todos los ámbitos de la vida nacional y se ha colado en todos los entresijos de nuestra asediada y desdichada sociedad, desde la educación hasta el arte, el cine y la literatura. Nada ha escapado a su nefasta influencia configurando, de este modo, una colosal falsificación histórica muy superior a la que en el siglo XIX impuso el liberalismo laicista y masónico, falsificación que llevó décadas de rigurosa labor revisionista disipar, y sólo en parte.

Lo segundo que hay que decirle a Avruj y a los corifeos de los derechos humanos es que van a contramano de la historia. Vivimos una época caracterizada como posmodernidad, época que ha exaltado el pensamiento débil y ha decretado, tras el  nietzscheano Dios ha muerto, la muerte de toda verdad y, sobre todo, la de cualquier verdad que se pretenda indiscutible. Pensadores que hoy conforman la mentalidad del hombre contemporáneo, como Vattimo por ejemplo, han dicho, literalmente ¡Adiós a la verdad! (Addio alla veritá es el título de uno de los últimos libros del padre del pensiero debole). Pero estos “modernos” se niegan a morir y se empecinan en sus “verdades indiscutibles”.

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Pero no es así. Sólo ironizo. El adiós a la verdad es real por parte de esta falsa civilización hecha de mentira e hipocresía. El adiós a la verdad es la bienvenida a la impostura enseñoreada por todas partes. Hoy se puede negar la divinidad de Jesucristo, Señor de la Historia, sin que nadie se escandalice y hasta es harto probable que el negador reciba una telefonata papal instándolo a permanecer fiel a los dictados de su conciencia. Pero vaya usted a negar algunos de los falsos ídolos de la posmodernidad, especialmente, al Mito Supremo, los Derechos Humanos,

Es así, señor. Por las dudas consígase un buen inductor del sueño: esos que borran todo recuerdo de las pesadillas.