Mar. Abr 16th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

Todo será igual o peor. Por Vicente Massot

Supongamos sólo por un momento que, de buenas a primeras, el Fondo Monetario Internacional se convirtiese en una sociedad de beneficencia y decidiese conmutar la deuda que la Argentina arrastra con ese organismo de crédito. Seguramente la euforia ganaría a buena parte de la población creyendo que, desaparecida esa espada de Damocles —que ya no pendería sobre nuestras cabezas— al país se le abriría un futuro promisorio. Como somos dados a buscar las culpas de la decadencia nacional lejos de estas playas y, de manera recurrente, culpamos a la sinarquía, al imperialismo financiero o al FMI, que de un día para otro nos sacasen de encima la pesada carga de la deuda soberana, sería algo así como tocar el cielo con las manos. Aunque, si por arte de magia ese escenario se transformase en realidad, ninguno de los problemas que nos aquejan desde hace ocho décadas —poco más o menos— desaparecería. En realidad, nada cambiaría demasiado como producto de que el Estado parasitario, el capitalismo prebendario, la baja productividad, la inviabilidad de la actual ley de Coparticipación Federal, la cultura de la demanda, la falta de transparencia de la administración pública, la corrupción de la clase política, la quiebra del sistema previsional y tantos vicios que conocemos de sobra, han echado raíces desde largo hace y generado intereses imposibles de erradicar en el corto plazo. Lo dicho viene a cuento de lo siguiente: casi cualquiera sabe que era mejor un acuerdo con el FMI que el default, pero pasado el viernes —cuando se lo apruebe en la cámara alta del Congreso— lo que sucederá será parecido a cuanto ocurrió con posterioridad a la resolución del diferendo con los principales grupos de bonistas de Wall Street. Basta pasar revista a la cotización de los bonos veinte meses después del supuesto final feliz, para darse cuenta de que los resultados han sido lastimosos.

Es notable el grado de tozudez en el error o —lisa y llanamente— de ignorancia que caracteriza a los responsables de la administración presidida por Alberto Fernández. Ufanarse, como lo hizo el presidente en su discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso dos semanas atrás, de que el staff del FMI no había exigido reformas estructurales y agregar que, aun si ésa hubiera sido una condición ineludible, el gobierno no la hubiese aceptado, revela la incompetencia del jefe de Estado. Es como decir que pretende cocinar una tortilla sin romper un solo huevo. Si no hay reformas estructurales, la Argentina seguirá siendo la misma. La solución pasa por cortar los males de raíz. Es cierto que no se pueden hacer todos los cambios al mismo tiempo y hasta es posible que, en la actual situación, ni siquiera pueda pensarse en iniciar tamaña empresa. Pero una cosa es que lo impidan factores coyunturales y otra es que las autoridades consideren que es compatible no iniciar una sola reforma y lograr que crezca la economía, baje la pobreza, mejore la educación y aumenten las exportaciones. Inconsistencia absoluta.

La satisfacción que trasparentan en estas horas las principales figuras del gobierno como consecuencia del triunfo obtenido en el recinto que agrupa a los diputados nacionales —y que descuentan se repetirá en el de los senadores— se entiende a medias. Hay que mirar las dos caras de la moneda. Es lógico que, al borde del abismo en el cual se hallaban, los hombres que le responden a Alberto Fernández se feliciten por lo acontecido. Haber esquivado el default representa para ellos una victoria doble: de un lado le doblaron la mano por vez primera y en forma categórica al camporismo; del otro, la votación favorable les permite por algunos meses respirar con un poco mas de tranquilidad. Hasta aquí el costado venturoso del asunto. Esta también el costado peligroso, que no puede dejarse de lado así nomás. La rotura del frente que los agrupa no será oficializada por elementales razones de concesión política. Dar semejante paso no le conviene a ninguna de las dos banderías en las que ha quedado dividido el espacio nacional y popular. Al mismo tiempo, no hay sutura posible para cerrar el abismo que se ha abierto entre unos y otros. Ello implica que, si en razón del porrazo que se pegó en las pasadas elecciones legislativas, el oficialismo había perdido musculatura en el Congreso y ya no podía pasar cuanta ley se le antojase —como quedó en evidencia al momento de votarse el presupuesto 2022—- ahora deberá lidiar con las bancadas opositoras y con los diputados y senadores que siguen firmes al lado de Cristina Fernández y de su hijo. Estos han pasado a ser una minoría que, precisamente por eso, venderá caro sus votos en lo que le resta de mandato al presidente. Si a las dificultades económicas que se recortan en el horizonte se le suma la pelea de perros y gatos que se desenvuelve en ese espacio de pliegues anchos en el que se ha convertido el kirchnerismo, Alberto Fernández sigue pisando terreno minado.

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Que en el feudo por excelencia de la Señora el oficialismo haya tenido que dejar en libertad de acción a los integrantes del bloque revela a las claras la dimensión del revés que ha sufrido aquélla. Hubiera sido impensable que un episodio así terminara de ponerla de rodillas, luego de haber sufrido los cascotazos que los grupos de izquierda le regalaran días atrás. Lo paradójico del asunto es que los agresores piensan como ella respecto del FMI. Como quiera que sea, da la impresión de que el camporismo se repliega con críticas cada vez más sonoras y punzantes contra el Poder Ejecutivo. La mejor demostración de ello han sido los cuestionamientos y la virulencia con que el secretario general de La Cámpora y también ministro del gabinete de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires cargó a expensas del primer magistrado y del titular de la cartera de Hacienda. En tono entre compungido e hiriente, entre soberbio y terminante, no sólo lamentó el silencio oficial cuando fue atacado a piedrazos el despacho de la vicepresidente, sino que dijo: “Estamos viviendo un momento de peligrosa autoproscripción en el Frente de Todos”. Sin mencionar su nombre, el Cuervo —como se lo conoce en el mundillo político— se acordó asimismo de Martin Guzmán: “No compartimos el formato en que se llegó a un acuerdo con el Fondo”.

La pregunta que resulta impostergable plantearse es la siguiente: por qué, a sabiendas de que era una batalla perdida, igual decidieron los muchachos camporistas embestir a un adversario que los superaba claramente en número. Una respuesta posible es que hayan sobrestimado su fuerza y, consecuentemente, subestimado el poder presidencial. La segunda hipótesis hace más sentido y tiene base en una estrategia de mediano plazo. No es que hayan creído que tenían el número de votos suficientes como para hacer naufragar el acuerdo. Decidieron obrar de esa manera y dejar al descubierto la fractura interna del Frente de Todos a los efectos de desmarcarse del descalabro económico y social que —según prevén— es inevitable que sobrevenga. La premisa mayor de su razonamiento es que el plan que deberá poner en práctica el gobierno, en consonancia con el compromiso contraído con el Fondo Monetario Internacional, tendrá consecuencias funestas. Si es así, siempre podrán proclamar mañana que lo habían anunciado y que no rompieron de forma abierta y definitiva con la administración de Alberto Fernández para evitar una conmoción. El kirchnerismo duro da un paso atrás y desensilla hasta que su pronóstico se pruebe cierto. No es que apueste a que todo salga mal. Está seguro de que —dado el ajuste en ciernes— las cosas no pueden salir bien. De cualquier manera, están en un problema, igual que el albertismo.

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Si nos encaminamos a una suerte de catástrofe —como suponen los máximalistas adictos a Cristina Fernández— o si el gobierno será capaz de sortear los obstáculos que habrán de presentársele de aquí en adelante, hasta noviembre del año próximo, es materia discutible. Lo segundo luce más probable que lo primero. Pero aun en el caso de que este Plan Aguantar ofrezca los resultados que esperan en la Casa Rosada, van a llegar con la lengua afuera, dejando jirones de su integridad en el camino. Si era difícil imaginar dos meses atrás —cuando no había estallado la guerra entre Ucrania y Rusia— de qué manera podría cumplirse con el acuerdo, apenas estallada la contienda que tiene en vilo al mundo y ha hecho disparar los precios de la energía a topes que dan miedo, el cumplimiento resultará imposible. Salvo, claro, que el FMI haga la vista gorda. Y si está dispuesto a hacerlo —que es lo más probable— lo que no tiene vuelta es el incremento de la inflación, el aumento de las tarifas y la suba de algunos impuestos que le aseguran al kirchnerismo una debacle electoral el año que viene. Sólo el alza del costo de vida, que podría orillar este año 60 %, no deja margen para que un oficialismo —cualquiera que sea su coloratura ideológica— gane los comicios presidenciales que habrán de substanciarse entre nosotros en apenas dieciocho meses. Hay cosas que contradicen de tal manera la lógica, que resultan imposibles. En diciembre de 2023 el kirchnerismo habrá vuelto a ocupar el lugar reservado a la oposición. Pero lo más seguro es que, de ahora en adelante, lo que separe a quienes formalmente dicen pertenecer al Frente de Todos, no sea una grieta sino un abismo.