Vie. Mar 29th, 2024

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Si no fuera por Lagarde y Trump…Por Vicente Massot

Aquel día de diciembre del año 2015, Mauricio Macri sorprendió a no pocos de sus seguidores y votantes cuando creyó oportuno —en uno de los balcones de la Casa Rosada— bailar al compás de una pegadiza canción de Gilda. La pachanga reemplazó en ese momento al esperado discurso presidencial cuyo eje debió versar sobre la envenenada herencia recibida. Siempre atento a los consejos de Marcos Peña y de Jaime Duran Barba, el entonces reciente triunfador en las elecciones que sepultaron el sueño continuista de los Kirchner decidió privilegiar la acción, con vistas al futuro, a expensas del repaso del pasado. Lo hizo, increíblemente, como si lo uno impidiera lo otro. En ello influyó —al margen del parecer de sus dos asesores favoritos— un diagnóstico equivocado respecto del calado del problema que tenía por delante y de los resortes que tendría para enfrentarlo. Los resultados, transcurridos treinta y tres meses —poco más o menos— no requieren comentario.

A esta altura carece de importancia pasar revista a aquello que era menester hacer y que no se hizo, sea por ignorancia, cobardía política o incompetencia. Está claro que entonces, cuando el gradualismo fue elevado a la categoría de dogma de fe por los responsables de decidir las políticas públicas de nuestro país, se perdió una oportunidad inmejorable. Ahora es tarde para lamentarse, lo cual no significa que la administración de Cambiemos deba darse por vencida o que carezca de herramientas a los efectos de salir de este atolladero y remontar una crisis pavorosa, si se la analiza con base en las consecuencias sociales que tendrá en el corto y mediano plazo.

Macri —lo dijimos en más de una ocasión y no representa novedad alguna—- viene, desde antiguo, aliado a la suerte. Si el Fondo Monetario Internacional le hubiese resultado esquivo, a semejanza de lo que le sucedió a Fernando de la Rúa en 2001, su gobierno se habría desbarrancado y el helicóptero lo estaría esperando en la terraza de Balcarce 50 con los motores prendidos. Sólo que —más allá de las semejanzas formales y gestuales que existen entre los dos personajes— el actual presidente cuenta con el inestimable apoyo de Christine Lagarde y, sobre todo, de Donald Trump. Imaginar que estos respaldos le permitirán por sí solos terminar en tiempo y forma el mandato presidencial en diciembre del año próximo sería un cálculo demasiado optimista. De hecho, el primer acuerdo forjado entre el mencionado organismo de crédito y el macrismo no obró el resultado que, seguramente, esperaban una y otra parte. Pero sin el Fondo la Argentina se hubiese estrellado de manera inevitable.

Christine Lagarde tiene poco en común con Anne Krueger. Como si ello no fuera suficiente, a la buena voluntad de la institución que preside la economista de origen francés debe sumársele el compromiso tácito, adoptado por la administración republicana, de no dejarlo a Macri librado a la buena de Dios. En los Estados Unidos, a nadie le hace gracia que vuelva a recortarse, en el horizonte de los países situados al sur del Rio Grande, la sombra ominosa del populismo. El visto bueno de la Secretaría del Tesoro norteamericano resulta, pues, menos producto de una misma sintonía en punto a los valores del capitalismo y de la economía de mercado, que del temor de que una corriente en baja vuelva a cobrar impulso en la región como efecto del fracaso de Cambiemos.

Descontado el espaldarazo del Fondo, ahora falta ver cuál es la actitud y aptitud del macrismo de cara al camino que le falta recorrer de aquí a las elecciones. Por de pronto, sigue faltándole capacidad para comunicar. En la materia, el supuesto experto —Marcos Peña— no ha dado, en los pasados dos años y medios que lleva al lado de Macri en la Casa Rosada, pie con bola. La suma y compendio de pifias y gazapos que había acumulado la semana pasada con las fallidas intervenciones del presidente y de su ministro de Hacienda, volvieron a repetirse este lunes a la mañana. Los discursos resultaron una mezcla anodina de expresiones de deseo y de vaguedades de todos conocidas. Para las expectativas que se habían generado, el discurso de Macri y la conferencia de Nicolás Dujovne tuvieron gusto a poco.

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Si la crisis no fuese de confianza, la mayor o menor competencia a la hora de hablar por la cadena de radio y televisión carecería de la importancia que tiene en estos momentos. Una alocución que —sin exagerar— podría calificarse de incolora, inodora e insípida, seguida de una conferencia de prensa confusa, no fueron la mejor carta de presentación de un gobierno en terapia intensiva. Frente a las cámaras —es verdad— ni el primer magistrado ni el titular de Economía pueden hacer milagros. Pero una dosis potente de coaching no vendría mal.

Como quiera que haya sido, el día anterior —esto es, el domingo— Macri sintió en carne propia lo que significa la falta de credibilidad y dejó traslucir su falta de decisión. No fueron los mercados quienes se lo hicieron notar sino tres figuras de relevancia, a las que convocó con el propósito de que formasen parte de su nuevo gabinete. Que ninguno de ellos —ni Carlos Melconian, ni Alfonso Prat Gay ni tampoco Martín Lousteau— hayan aceptado el convite, indica hasta qué punto llega la debilidad gubernamental. Las razones de estos rechazos en serie pueden haber sido diferentes, si bien quedó al descubierto el hecho de que las dudas que suscita la forma de conducir del presidente y su apego a Marcos Peña representan un obstáculo insalvable, incluso para aquellos que desean acompañar la gestión de Cambiemos.

El cambio de ministros merece párrafo aparte, aunque haya quedado reducido a pura cosmética. La reducción de unas diez carteras, que habría sido bienvenida meses atrás, no mueve el amperímetro del gasto público y no despierta esperanza en virtud de que ningún político de peso ingresará al gabinete. En cuanto a la pérdida de poder de Marcos Peña, tan comentada a raíz de las remociones de Mario Quintana y de Gustavo Lopetegui, habrá que tomarla con pinzas y analizar con detenimiento si el paso al costado de sus dos principales colaboradores erosionó o no su autoridad dentro de la coalición gobernante. Para el presidente, su jefe de ministros —o como quiera llamársele— no sólo es imprescindible sino que es considerado —tanto por él, como por Durán Barba— un político fuera de serie.

Decir que Macri está hechizado por la figura de Peña no es introducir de rondón un argumento de índole psicológico para la explicación de los fenómenos políticos, ni afilar una crítica a expensas del presidente. Sencillamente es reconocer una realidad a prueba de balas:Marcos sigue siendo el favorito y lo será hasta el último día de Mauricio Macri en la Rosada. Dicho lo anterior, cabe señalar el grado de protagonismo que, en medio de la crisis, tuvieron María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta. A ellos se debió, en buena medida, el desplazamiento de Los ojos y oídos del presidente y parte de las modificaciones que de otra forma, Macri —fiel a su estilo— no habría efectuado.

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En la intimidad de la residencia de Olivos, durante el último fin de semana, Macri, Peña, Dujovne y Caputo delinearon, a las apuradas, el nuevo rumbo que le imprimirán al derrotero gubernamental. El gradualismo quedó sepultado para siempre, no por convicción  sino por estricta necesidad. La política de shock que la coalición del Pro, el radicalismo y Elisa Carrió debió acometer en diciembre de 2015 —en plena luna de miel con la sociedad y con un poder del cual ahora adolece— deberá ponerla en marcha en el peor momento. Sucedió lo que de ordinario ha pasado con todas las administraciones que han debido enfrentar crisis fiscales de magnitud: cuanto se negó a realizar el Estado, lo terminó concretando —de manera salvaje, africana— el mercado. En esto, Macri y sus laderos no acreditan nada de nuevo. Son iguales a tantos otros que, en el pasado, desearon esquivar la necesidad de reducir el gasto público y consideraron posible jugar a las escondidas con la realidad. Ésta, al final del día se tomó revancha.

Tampoco es novedad —ni mucho menos— la receta que lleva un devaluado Nicolás Dujovne a Nueva York. Debió tolerar en silencio que le fuese ofrecido su cargo a Carlos Melconian, que declinó asumirlo cuando el pedido de que Rodolfo Santangelo, su socio, reemplazara a Luis Caputo no fue aceptado. El ajuste se hará no por el lado del gasto sino conforme a una fórmula —por llamarle de alguna manera— en donde, a la licuación generada por la brutal devaluación del peso, se le sumará el aumento de la carga impositiva
puesta sobre las espaldas del sector exportador. Llevamos setenta años repitiendo el libreto, sin resultados satisfactorios. Es que gobierno ninguno ha estado dispuesto a reformular el gasto público con un criterio de Presupuesto Base Cero. Si la cuestión de fondo no se encara —algo que Cambiemos no parece estar en condiciones de realizar—, más tarde o más temprano quedará en evidencia, una vez más, nuestra tragedia: que es imposible, con la productividad argentina, vivir de acuerdo a estándares de vida alemanes.

Se ha abierto para el macrismo —fruto de su relación privilegiada con el Fondo— la posibilidad de relanzar una gestión que estaba agotada. La consigna y el propósito del oficialismo de llegar a octubre del año entrante en condiciones competitivas es tarea dificilísima. Cualquiera sabe que cuenta a su favor con el beneplácito del FMI y de Washington, además de la desunión del peronismo. Cualquier sabe también que, en punto a errores y horrores autoinfligidos, el gobierno del ingeniero Mauricio Macri merece figurar en los primeros lugares del libro Guinness.

Los meses venideros —no es menester ponerlo de relieve— asustan: inflación corriéndose a 40 %; tasas de interés de 60 %; y, lo peor, una recesión que se anticipa durísima, con desempleo en alza y reducción drástica del salario real y del poder adquisitivo. La pregunta del millón, imposible de ser contestada hoy, es hasta cuándo se extenderán nuestras penurias. Conviene recordar que la gente, en medio de las crisis de carácter económico, vota con arreglo al bolsillo.