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¿Son realmente malos los monopolios? Por Javier Milei

Determinar si los monopolios son malos o no, exige conocer su definición. Según Lord Coke, monopolio es un privilegio especial que otorga el Estado, por el cual se reserva en favor de un individuo o grupo particular cierto campo de la producción y donde además, queda prohibido al resto de la sociedad el ingreso a dicho campo, y donde el aparato represivo del Estado hará respetar dicha prohibición.

En función de ello no hay más que dos maneras de establecer cuáles han de ser los precios de los bienes. Una es el camino del mercado libre, en este los precios son establecidos en forma voluntaria por cada uno de los individuos que participan en el mercado por lo cual resultan beneficiados todos los que intercambian. El otro camino es la intervención violenta en el mercado por la vía hegemónica, donde los precios así determinados significan la exclusión de los intercambios libres y la institución de la explotación del hombre por el hombre, ya que hay explotación siempre que se efectúa un intercambio sujeto a coerción. De este modo, no importa si hay uno o millones de oferentes sino que lo relevantes es si hay libertad o coerción. Así, para el caso del mercado libre, consumidores y productores regulan sus actos en cooperación voluntaria. Por lo tanto, no tiene sentido hablar de precios de monopolio (como sinónimo de ‘altos’ precios y restricción de la producción) cuando no existe coerción y el acceso al mercado es libre. Tal como señalara Mises «si alguien merece reproche debido a que no sea mayor el número de quienes han ingresado al mercado, no son, pues, aquellos que ya operan en el mismo, sino quienes no lo han hecho».

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En función de ello, el monopolio, salvo que sea resultado de la acción violenta del Estado, nada tiene de malo. De hecho, en un marco de intercambios libres, la situación en la cual un productor se queda con todo el mercado es resultado de haber sido exitoso en satisfacer las necesidades de su prójimo brindándole un producto de mejor calidad a menor precio. Es más, de nada serviría ser el único vendedor de cubitos en la Antártida o producir con exclusividad vino en una sociedad de abstemios. Además, aún cuando no se diera una situación tan extrema, siempre existe la posibilidad de que haya un bien sustituto que acote la capacidad de negociar el precio. Por lo tanto, aquel que mediante el uso de instrumentos legítimos ha quedado como único productor, lejos de ser un tirano es un benefactor social y, en cuanto deje de satisfacer las necesidades de su prójimo quebrará y su posición será arrebatada por otro/s productor/es más eficiente/s.

Por otra parte, frente a la existencia de monopolios aparece la cuestión de los rendimientos crecientes, lo cual conlleva al problema del óptimo de Pareto y junto a ello la posibilidad en la cual una empresa se apodera de la economía. En cuanto al primer caso, no es cierto que no pueda maximizarse una función creciente cuando hay un límite sobre la cantidad de insumos, de hecho, el máximo beneficios se daría en el punto donde se agota la dotación de factores de la economía. En función de este resultado aparece el tema del tamaño del monopolio. Sin embargo, esa reflexión surge de ignorar la cuestión sobre la imposibilidad de aplicar el cálculo económico. ¿Si esa planificación central es realmente más eficiente, por qué no ha sido establecida por los individuos que persiguen ganancias en el mercado libre? Es más, el hecho de que jamás se haya constituido voluntariamente tal caso y que se requiera el poder coercitivo del Estado para formarlo muestra que no habría posibilidad alguna de que fuera el método más eficiente para satisfacer las exigencias de los individuos.

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Finalmente, está la objeción sobre la magnitud de los beneficios y asociado a ello la destrucción de empleos por la retracción de cantidades, lo cual caería en lo que Bastiat definía como la falacia de lo que no se ve. En este sentido, si el ‘monopolista’ decidiera ahorrar sus ganancias, ello se volvería inversión con lo cual crearía empleos en otro sector. Si lo reinvierte, los empleos serían creados por él. Si lo consumiera, surgirían empleos en donde posicionó su demanda. Si lo fugara, depreciaría la moneda y crearía empleos en el sector transable. Si atesora el dinero aumentarían los saldos reales por lo que habría más demanda y empleo en el resto de la economía. De este modo, ningún daño causaría sobre la economía, al mismo tiempo que la presencia de rendimientos crecientes constituye una fuente de crecimiento (reconocida en la literatura del tema) que amplifica el bienestar. Por lo tanto, la presencia de monopolios en un contexto de libre entrada es una fuente de progreso y la obsesión de los políticos por controlarlos, como siempre ocurre, sólo terminará dañando a los individuos que se buscó ayudar.

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