Vie. Mar 29th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

El progresismo como estafa ideológica. Por Agustín Laje

El progresismo es la ideología según la cual toda novedad, por el mero hecho de ser novedosa, constituye un avance deseable. Por añadidura, progresista es todo aquel que esté siempre bien dispuesto no sólo a aceptar, sino también a aplaudir e impulsar, cualquier tipo de novedad que en su medio emerja.

Así las cosas, para desarmar los fundamentos del progresismo basta con evidenciar tres cosas: 1) que no sólo el cambio sino también y sobre todo la estabilidad es parte de toda sociedad que se precie de tal (en este campo los sociólogos funcionalistas han dado sobradas pruebas); 2) que de las tradiciones en las que se asienta la estabilidad redundan en muchas ocasiones el propio progreso (Friedrich Hayek lo ha demostrado, por ejemplo, respecto de la propiedad privada); y 3) que la historia de las ideas no se puede analizar como una progresión de etapas lineales cuya delimitación cronológica coincida con su posición moral relativa.

Más difícil que esto, no obstante, es desarmar los fundamentos psicológicos que determinan al progresista. En efecto, el progresismo no es sencillamente un conjunto de posiciones políticas; es también un estado de la personalidad, impactado por los diversos aparatos ideológicos (multimediáticos y educativos-formales) de cuyas entrañas se dictaminó que ciertas ideas quedaban bendecidas en su condición de “avanzadas” y otras condenadas por “retrógradas”, tras ser arbitrariamente ubicadas en un eje “viejo/nuevo” que se superpuso ideológicamente en otro “malo/bueno”.

La personalidad progresista queda definida, en estos términos, por el terror a contradecir en pensamiento y acción la veneración de la novedad como moralidad. El llamado a la “mente abierta” encubre, en verdad, una cerrazón a todo aquello que no sea estrictamente novedoso. Tiene “mente abierta” no quien se dispone a reflexionar con independencia sobre su sociedad (y cuyas conclusiones están, por ello precisamente, sujetas al proceso mismo de su reflexión personal), sino quien capitula en la reflexión crítica respecto de la novedad: como novedad, ella se impone a toda reflexión. Pero los conceptos socialmente internalizados no suelen estar abiertos a la problematización: ¿Quién no querría ser condecorado como una “persona de mente abierta”? ¿Y quién soportaría alegremente la descalificación de “persona de mente cerrada”?

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La condición moderna dispone al hombre, psicológicamente hablando, en dirección hacia el progresismo. En efecto, la tradición es disonante respecto de los principios modernos de elección y razón; el hombre moderno no está abierto a aceptar aquello que no ha elegido, inducido por la ideología democrática, ni está abierto a reconocer aquello que no depende de un plan racionalmente consagrado, inducido por los principios de la ingeniería social. No se trata de que toda tradición sea esencialmente buena, pues ello no sería sino la versión invertida de la ideología progresista; se trata de que, ideologías aparte, toda sociedad se establece sobre estructuras tradicionales que los hombres que las viven no han escogido (empezando por el propio lenguaje), y que no resultan reductibles a ningún plan ingenieril contemporáneo.

La razón y la elección modernas se vuelven, no obstante, una función encriptada de la razón y la elección de quienes hegemonizan los aparatos ideológicos de las sociedades actuales: fundamentalmente, escuelas y universidades (Althusser), y los grandes medios de comunicación (Gramsci). De ahí que la personalidad progresista presente ciertos rasgos contradictorios constantes, que revelan su estatus pre-fabricado: se afirma novedosa, pero la previsibilidad la atrofia; se cree disruptiva, pero contribuye al statu quo; se asume racional, pero no puede dar cuenta de sus determinantes sociales sino como un automatismo bien digitado y sedimentado.

La superposición espuria del eje cronológico con el moral (“viejo/nuevo” = “malo/bueno”), sumado a la consagración ideológica de una pretendida razón y elección absolutas, permitió al progresismo montar su estafa final: la superposición de las dimensiones material e ideal. Así, se trasladó el juicio propio del mundo de la materia al mundo de las ideas, y como en el primero, a causa de las condiciones productivas capitalistas, la evolución tecnológica se volvió una función lineal positiva de la evolución del tiempo, en el segundo se pretendió que acontecía lo mismo.

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De tal suerte que mientras el teléfono superó al telégrafo, aquél fue superado por el teléfono móvil convencional, y éste a su vez por el smartphone. Si a alguien le brindamos la posibilidad de escoger entre dos celulares, y limitamos toda la información disponible a la variable cronológica, diciéndole que uno de ellos es del año 2007 mientras que el otro es del 2017, y si aquél desea el aparato objetivamente mejor, su elección racional apuntará con toda seguridad al segundo. No obstante, si la elección consiste en un libro de filosofía política por ejemplo, y también limitamos la información a la variable cronológica, el problema no se resuelve tan fácilmente aunque se le asegure al elector que un libro es del Siglo XXI y el otro del Siglo IV a.C. (si sigue el criterio cronológico, tal vez se pierda de leer Aristóteles en favor de Dieterich).

Las ideas, en efecto, no siguen el comportamiento de la evolución material: las ideas cronológicamente viejas guardan, en muchas ocasiones, mayor ajuste respecto a la realidad y mayor moralidad que muchas de las ideas más nuevas. Pero resistirse al embate progresista requiere de aquello que resulta más difícil de cultivar: una mente verdaderamente abierta a la crítica respecto de las novedades que el statu quo ofrece como las panaceas de nuestros tiempos, bajo cuyo dominio ha de colocarse todo aquel que no quiera desentonar con la corrección política imperante.