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Política torcida. Por Vanessa Kaiser

“El poder por el poder” es una fórmula que se atribuye a Maquiavelo en vistas a haber sido quien separó la dimensión ética de la política. Así, desde su perspectiva, en las acciones políticas las consideraciones morales juegan un caso rol. Su estudio de las revoluciones, guerras y conquistas lo llevó a la conclusión de la necesidad del uso de la violencia; en otras palabras, el fin justifica los medios. ¿Es válida la aplicación de esta receta en los procesos de redacción de una nueva Carta Magna como el que está en desarrollo en Chile?

La realidad política vista en su aspecto más elemental nos muestra que siguen existiendo dos formas de pensar el éxito: una aparentemente democrática, pero violenta, minoritaria y mentirosa que adhiere a la receta maquiavélica. Un buen ejemplo es la izquierda chilena que anunció manifestaciones masivas (violentas) en torno al lugar de discusión de la Asamblea Constituyente. La otra forma de pensar el éxito político está legitimada por el apoyo de mayorías que, pacíficamente, acuden a las urnas con el fin de apoyar una propuesta que ha sido diseñada y pensada en su beneficio. Desde Maquiavelo podríamos decir que, mientras la primera se ajusta a la separación ética- moral, la segunda, representa el antiguo anhelo griego que imaginaba la esfera pública como un espacio al servicio del bien de la ciudad.

Nuestro análisis debe introducir un matiz que salva a Maquiavelo de su demonización. Y es que sus reflexiones sí responden a una concepción de bien que trasciende a la praxis política. Éste consiste en dominar a la fortuna y dar estabilidad a los asuntos humanos. Ello es sólo posible si el poder responde a una estructura institucional republicana (Discursos de Tito Livio) o a la voluntad de un príncipe. En otros términos, quienes atribuyen a Maquiavelo la fórmula de <<el poder por el poder>> se equivocan, puesto que éste tiene un fin ético superior que no comparten quienes buscan destruir el mundo, sus instituciones, cultura, tradiciones y conocimiento. De modo que Maquiavelo no puede ser considerado el padre de una política torcida que hoy ha capturado el discurso hegemónico en Occidente. Y si no es Maquiavelo entonces, ¿cuál es el origen de una política cuyo resultado se resume en la miseria humana descarnada de los totalitarismos y el socialismo del siglo XXI?

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Michel Foucault aporta algunas luces con su concepto de una microfísica del poder cuya razón de ser es la sinrazón. En el marco de su pensamiento el poder se entiende como un mero despliegue de fuerzas dominantes, productoras de un sujeto funcional al capitalismo que no se puede liberar. ¿Por qué? Simplemente, porque el individuo no es más que un efecto de las relaciones de poder múltiple que atraviesan y constituyen el cuerpo social. Así, de la mano de un marxismo que postula que la consciencia del individuo es resultado del <<ser social>> y no de la libertad individual, el sujeto foucaultiano deja de ser portador de una dignidad o un individuo cuyo ser es único e irrepetible. En palabras del filósofo: “El hombre de que se nos habla y que se nos invita a liberar es ya en sí el efecto de un sometimiento mucho más profundo que él mismo.”

Desde mi perspectiva es la concepción de dicho hombre como mero efecto del poder, la partera de la política torcida característica de estos tiempos posmodernos. Y es que la verdadera separación entre política y ética se produce cuando el individuo pierde todo valor ante quienes detentan el poder y se transforma en un mero medio para la consecución de fines asociados a su propia destrucción. De modo que la política misma se tuerce en el sentido inverso a su génesis y propósito.

Por su parte, las intenciones de quienes promueven la política torcida se encuentran siempre bajo el velo de pomposas declaraciones en pos del bien de la humanidad que millones de ilusos creen a pie juntilla. Y es que Occidente no ha podido recuperarse de la muerte de Dios y el derrumbe de su Iglesia. La izquierda lo sabe y ha diseñado una nueva red de microfísicas del poder para la construcción de una nueva humanidad. ¿Cuál es el ethos del nuevo hombre nuevo?

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Ninguno o más bien todo lo que niegue al antiguo. Con dicho fin se despliegan las microfísicas del poder desde programas de educación sexual que producen a un sujeto deseante, sin contención de su libido ni experiencia de una intimidad individual que resista a una colectivización posterior. Pero, además, siguiendo a Gramsci, se distorsionan y confunden las definiciones de modo que se torna imposible distinguir o referir a un mismo objeto con un significado común. El resultado es la atomización extrema de los individuos en la sociedad. Un buen ejemplo es el lenguaje inclusivo que no sólo destruye las bases de la comunicación, sino, además, las condiciones de posibilidad de la poesía, el cine o la música. ¿Y cómo se logra un desmantelamiento tan radical de los fundamentos culturales que tras la caída del muro se consideraban sólidos e inmutables?

Foucault tiene la receta: “Las relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; y éstas no pueden disociarse ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso.” En síntesis, la fórmula del éxito consiste en el despliegue de un discurso en un espacio que el liberalismo abandonó tras el triunfo empírico del capitalismo y la democracia constitucional. Lo terrible de la política posmoderna es que carece de todo propósito que trascienda al despliegue de la propia voluntad de poder sobre un individuo que termina siendo sometido, homogeneizado, anulado al punto de hacer realidad la ficción del sujeto foucaultiano. Ha nacido entonces el humano nuevo: un mero efecto del sometimiento propio de una praxis política torcida.

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