Jue. Mar 28th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

Poca autocrítica y diagnóstico incompleto. Por Vicente Massot

Si el presidente de la República y su alter ego, el jefe de gabinete, realmente consideran que llegamos al berenjenal en el que estamos metidos por obra y gracia del aumento del precio del petróleo, las inclemencias climáticas que afectaron a la cosecha de soja y la volatilidad de los mercados de deuda, el problema resulta bastante más serio del que creíamos. En razón de que, si esa es la composición de lugar que se hacen Mauricio Macri y Marcos Peña, entonces, además de sus otras falencias, se equivocan en el diagnóstico, con todo lo que ello supone.

Bien está apuntar los tres factores a los cuales hizo referencia la semana pasada el segundo de los nombrados, a condición de reconocer —al propio tiempo— la cuota de culpa que les corresponde a quienes desde diciembre del año 2015 asumieron la responsabilidad de gobernar el país. Hacer referencia tan sólo al oro negro, la sequía y la súbita retracción de aquellos mercados es algo así como encontrar un atajo y aducir que fue la mala suerte y no las malas decisiones de la administración de Cambiemos la que condujo a la presente encrucijada. Es posible que una conjunción de causas, ajenas a la voluntad del macrismo, le hayan jugado al país una mala pasada y, por lógica consecuencia, hayan ayudado a obrar este descalabro. Pero nadie que no fuese un necio o un soberbio podría dejar de lado, a la hora de explicar la crisis, una serie de datos incontrovertible: alguien eligió el camino del gradualismo, escogió atrasar el tipo de cambio, prefirió obviar todo comentario respecto de la herencia recibida del kirchnerismo y, por fin, postergó el ajuste fiscal con base en la idea de que la política de endeudamiento —para financiar un gasto publico explosivo— duraría hasta después de las elecciones presidenciales, al menos.

Con la gente del Pro uno no sabe bien a qué atenerse. Dicho de otra manera: nunca se puede determinar si hablan en serio o sus palabras son puro maquillaje. Durante dos años y medio las autoridades nacionales y, más específicamente, el titular del Banco Central, el ministro de Hacienda y los hombres de la Jefatura de Gabinete se cansaron de proclamar a los cuatro vientos —no sin una suficiencia enojosa— que el tipo de cambio no se hallaba subvaluado y que, más allá del gradualismo, no había otra variante que no fuera el abismo. Si lo afirmaban con tanta vehemencia porque hubiese constituido un sincericidio sostener lo contrario o si en verdad lo creían es materia abierta a discusión. A esta altura poco importa. Lo que interesa es conocer el diagnostico gubernamental, y cuanto ha trascendido es preocupante. El descrédito del elenco que encabeza Mauricio Macri y la desazón o desconfianza que ha generado en más de la mitad de la población es producto no de la mala suerte sino de su falta de competencia. No darse cuenta de ello es pecar por falta de realismo o por el pecado de soberbia, tan común en la clase política criolla.

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Como quiera que sea, la actual administración tiene ante si tres problemas básicos; de diferente índole aunque —bueno es tenerlo en cuenta— de envergadura semejante. El primero y, sin lugar a dudas, el de mayor gravedad, es cómo recuperar la confianza perdida. En general, lo que se escucha al respecto constituyen lugares comunes o verdades resabidas. Las generalidades de los bien pensantes, o las recetas políticamente correctas, poco y nada tienen que ver en el asunto. Se necesitan decisiones de fondo, que el Poder Ejecutivo debe tomar. Cuando a Erman González y a Javier González Fraga se le quemaron los papeles, Carlos Menem no se anduvo con vueltas. Convocó de inmediato a Domingo Cavallo, que produjo un giro de carácter copernicano en punto a políticas públicas. Del otro lado de la cordillera, años antes, Augusto Pinochet hizo cosa parecida al momento de darle salida a los llamados Chicago Boys y convocar, en su lugar, a Hernan Buchi, en menos de lo que canta un gallo. La credibilidad está asociada menos a un conjunto de medidas —que, por supuesto, son importantes— que a la dimensión de los actores con capacidad de erigirse en pilotos de tormenta.

El segundo frente abierto está relacionado con la obligación de generar un ajuste fiscal en el peor momento imaginable. El destino tiene esas cosas. El gobierno que —por el temor que le producía la reacción de la sociedad— retrocedió espantado y no quiso hacerse cargo de la asignatura, dejándola pendiente, tiene que hacer los deberes en medio de la tormenta. En diciembre de 2015 no sólo estaba en plena luna de miel y gozaba de la confianza de la mayoría de la gente sino que, a su frente, lo que había era un peronismo en harapos, que hubiese acompañado casi cualquier cosa. Dos años y siete meses después el panorama ha cambiado por completo. Con inflación anualizada rozando 30 %, recesión a la vuelta de la esquina, salario real y poder adquisitivo en baja, el déficit de cuenta corriente más alto de la historia, un dólar fortalecido y sin ningún viento de cola a la vista, corregir los excesos históricos del gasto público es una tarea que al mismo Hércules lo hubiese atemorizado. Con esta particularidad, que a nadie le pasa desapercibida: el peronismo, que descontaba un nuevo triunfo electoral de Cambiemos el año que viene, de repente se ha visto favorecido por una situación hasta poco tiempo atrás impensable.

Macri y Peña han tenido que dar el brazo a torcer y lo que parecía imposible luego del resonante resultado de las urnas en octubre pasado se ha transformado en cuestión de vida o muerte. Antes ninguno de los dos había querido escuchar los consejos de Emilio Monzó y de su equipo acerca de la conveniencia de gestar acuerdos con distintos protagonistas del arco opositor, aprovechando la relación de fuerzas que le era tan favorable al oficialismo. Ahora, masticando bronca han debido hacer, de la necesidad, virtud. Tras bambalinas, sin que se haga público —aunque sea un secreto a voces— Monzó y el ministro del Interior, tanto como Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal, negocian a toda velocidad con los gobernadores justicialistas, Miguel Ángel Pichetto y el massismo, en busca de apoyo para aprobar el Presupuesto 2019. Claro que imaginar que éstos van a acompañar a tambor batiente el ajuste al que está obligado el gobierno es no entender algo elemental: en política son pocos los suicidas. ¿Porque motivo desearía el PJ tradicional quedar a merced de Cristina Fernández, que desde la vereda de enfrente tendrá una oportunidad dorada de acusar a sus odiosos parientes peronistas de ser cómplices del macrismo?

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Esto no significa que el justicialismo racional —como les gusta calificarlo a algunos— vaya a convertirse en opositor furibundo y se niegue en redondo a consensuar con el macrismo determinadas políticas que a las dos partes les interesan. Eso está fuera de duda; entre otras razones porque las provincias dependen del unitarismo fiscal y, a su vez, la Casa Rosada requiere del apoyo en las cámaras de los gobernadores, senadores y diputados del peronismo. Lo que sí significa es que los acuerdos tienen siempre límites. En esta ocasión, así como el PJ no desea hacer las veces de tirabombas —para eso basta y sobra el kirchnerismo, que cumple ese papel mucho mejor— tampoco quiere quedar pegado a las decisiones más impopulares, que inevitablemente deberá adoptar el Poder Ejecutivo.

Por fin hay un tercer aspecto espinoso: las diferencias —a esta altura indisimulables— que han estallado en el seno del gobierno entre aquellos que se inclinan por un grado alto de aperturismo —por denominarlo así— y los que, más allá de algunas concesiones de momento, no aceptan pactar condiciones de fondo con los peronistas y con Massa. Si se tratara de disputas surgidas en las segundas líneas de Cambiemos, todo no pasaría de una riña de campanario. Pero estas disidencias ocupan a los cuatro integrantes de mayor peso en el gobierno. Por primera vez, Mauricio Macri y Marcos Peña piensan bien distinto que Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal. No está en riesgo —ni mucho menos— la estructura de Cambiemos. No hay ánimo ni intención de romper nada, si bien la visión de la crisis y las consecuencias que ésta traerá aparejadas es diferente según el ángulo desde el cual se las analice. Nunca antes había ocurrido cosa semejante porque Cambiemos no había tenido que navegar en aguas tan peligrosas. Las elecciones están cerca y nadie desea ahogarse.