Vie. Abr 19th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

París bien vale una Misa. Por Vicente Massot

Si Daniel Scioli hubiese sido el triunfador en la segunda vuelta que, en noviembre del año pasado, lo tuvo a él y a Mauricio Macri como competidores excluyentes, habría tenido que poner en marcha un plan de ajuste semejante al que implementó el actual presidente y que, por el momento, no ha alcanzado al gasto estatal. Cualquiera de los candidatos que se presentaron a las elecciones de 2015 hubiera enfrentado la misma situación con la cual se topó Macri ni bien se sentó en el sillón de Rivadavia. Hoy, lejos del poder, todos ponen distancias de Cambiemos y hacen hincapié en qué tanto su política en materia económica habría sido diametralmente distinta de la de la alianza forjada por el Pro y el radicalismo. Pero actúan así en razón de que hablar es gratis y nadie, en definitiva, les pedirá que rindan cuentas respecto de un discurso cuyo propósito es enardecer a la tribuna.

Las coincidencias no terminan aquí. En caso de haber ganado el ex–gobernador de la provincia de Buenos Aires, o Sergio Massa, Margarita Stolbizer o quien fuera, completado su primer año de gestión, a ninguno de todos ellos se le hubiera pasado por la cabeza prolongar el ajuste durante 2017. Es una conclusión a la cual hace rato llegó Macri. Así como era inevitable, en el curso del presente año, ordenar hasta donde fuera posible el desquicio dejado por el kirchnerismo, así también es de rigor ahora ponerse a cubierto de cualquier tentación de continuar con las recetas de ajuste, más allá de diciembre. La razón es fácil de explicar. Por de pronto, no paga tributo a ninguna ideología en particular y no se corresponde, pues, con ninguna predilección de carácter doctrinario. No puede haber ajuste porque a partir de agosto y hasta el mes de octubre del año por venir se substanciarán unos comicios de fundamental importancia para la suerte del oficialismo y de las distintas banderías opositoras.

Como la necesidad tiene cara de hereje, según reza el adagio de todos conocido, el oficialismo ha dado unos pasos que —si bien contrarían algunas de las promesas más importantes de la pasada campaña electoral— llevan la dirección que marcan los vientos de la política. En este orden de cosas se inscribe el anuncio del presidente relacionado con la postergación de la rebaja de cinco puntos porcentuales en las retenciones a la soja, a lo cual se había comprometido Macri cuando dirimía supremacías con Daniel Scioli y nadie estaba en condiciones de adelantar quién sería el triunfador de esa lid.

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A Macri le hubiera gustado, sin lugar a ninguna duda, honrar el compromiso contraído con el campo, sin cambiarle un punto o una coma. Tuvo que modificar, sin embargo, el libreto y dejar de lado sus más íntimas convicciones en virtud de la envergadura del déficit fiscal. Por motivos que sería largo explicar, el oficialismo no supo, no pudo, o no quiso ajustar las cuentas públicas en consonancia con la ortodoxia económica. El efecto quedó pronto a la vista y comprenderlo no requiere de mucha ciencia. Hay un agujero negro que resulta menester tapar. Porque si el gasto público creció en estos primeros nueve meses con prisa y sin pausa, no se necesita poseer la bola de cristal para imaginar cuanto trepará en los siguientes doce meses.

Los imperativos de una campaña electoral no se han correspondido nunca, en estas latitudes, con la seriedad fiscal. Como hay que ganar a como dé lugar la situación, el costo lo pagarán aquellos que generan ingresos de rápida y segura apropiación: la soja, en este sentido, es una tentación a la que nadie parece resistirse. Salvando las enormes distancias hallables entre una administración para cuyos jefes el campo era un enemigo público y otra para la cual el campo es el futuro del país y un aliado incondicional, lo cierto es que —cuando las papas queman— los regímenes más diversos le meten la mano al bolsillo mejor provisto. ¿Los principios? —Bien, gracias.

Macri no es un desagradecido ni una veleta ideológica. Sencillamente no hizo los deberes como correspondía y ahora debe afrontar las consecuencias, sin prestarle atención ni a sus discursos ni a sus promesas de ayer. Para ganar no hay que tener una gran billetera sino un grifo financiero abierto día, tarde y noche. Y eso es lo que se ha propuesto desde el pasado 11 de diciembre el oficialismo. A falta de musculatura legislativa, ahí están las transferencias a las provincias. A falta de poder municipal, aparecen los planes de obras públicas que las comunas propias y ajenas reciben como si fuera maná del Cielo. No hay más que ver las formas que el gobierno exhibe a la hora de negociar alianzas, comprar voluntades e inclusive domesticar a sus enemigos, para calibrar la dimensión de lo que piensa gastar durante 2017.

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Más allá de la decisión de exorcizar cualquier política de ajuste, el oficialismo marcha en un sentido que preanuncia cambios —si se quiere, osados— en la campaña en cuyos prolegómenos nos encontramos. No es hilar muy fino ni se trata de tejer conjeturas disparatadas suponer que algunos de sus aliados tácticos de 2015, e inclusive de buena parte de este año, habrán de convertirse en sus principales rivales en los comicios de octubre. El ejemplo por antonomasia de lo dicho más arriba es el caso de Sergio Massa. Hasta aquí, el líder del Frente Renovador ha acompañado las más de las veces al oficialismo sacando —lo que es enteramente lógico— buenas tajadas a cambio de su apoyo. Pero a partir de enero, para poner una fecha, Massa sabe lo mismo que Macri: que serán antagonistas en la crucial pulseada bonaerense.

Si los aliados críticos pasarán a ser adversarios electorales, ¿se transformarán los enemigos acérrimos en aliados tácitos? Esta es una de las preguntas del millón. Todo lo especulativa que se quiera, no deja de tener apoyatura en la realidad. Ello en razón de que para el macrismo el escenario más conveniente en la provincia de Buenos Aires —donde estará concentrada toda la atención y en función de cómo sean los resultados finales se considerará quién ganó y quién perdió políticamente— es la desunión de los peronismos, por llamarlos de alguna manera.

Si Massa, Randazzo y Scioli —o quizá Cristina Fernández— decidiesen marchar a esos comicios cada uno por su lado, el triunfador podría anunciarse, sin temor a errar, hoy mismo. Dividido en tres, el gobierno se impondría hasta con comodidad. En cambio, si el kirchnerismo no se hiciese presente y entre Massa y el peronismo ortodoxo hubiese boda, la situación sería completamente distinta.

Es en conformidad con estos escenarios que el macrismo debe hacer todo lo posible para que las diferentes tribus peronistas se mantengan lejos de sí, unas de otras. Aunque no les guste, Scioli y Cristina Fernández pueden, en los próximos meses, tener intereses en común con Cambiemos.

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