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Navidad: carta a un hijo ausente. Por María Zaldívar

La Navidad, además de su profunda connotación religiosa, trae consigo un ambiente festivo. Es una ocasión propicia para el reencuentro familiar y la revaloración de los afectos, un tiempo de gracia, acercamientos y reflexión.

Con el paso de los años, el espíritu de ese día muta; de pequeños nos emociona la visita de Santa Klaus y los regalos que pueda dejarnos al pie del árbol. De mayores, nos hacen felices otros instantes asociados a la festividad: compartir la celebración de la misa de Nochebuena con padres e hijos; ver la sonrisa de los nuestros alrededor de la mesa familiar y comprobar que, más allá de las desavenencias cotidianas, Dios produce el milagro de tenernos unos a otros.

Sin embargo, esta descripción puede ser groseramente distorsionada por la mano del hombre, y América hispana es un ejemplo de ello. Los sucesivos populismos han arrastrado a la región a la miseria, a las carencias más extremas y han secuestrado la libertad de sus sufridos habitantes a golpe de dádivas y corrupción.

La izquierda le ha quitado a millones de personas la comida de la boca y la humanidad del alma hasta transformarlos en mendigos. ¿De qué democracia hablan cuando el grueso de la población no tiene capacidad económica para decidir ni elegir? ¿Dónde queda la dignidad de los padres que deben recibir la asistencia del Estado para alimentar y educar a sus hijos? El populismo aniquiló los incentivos personales, al trastocar los valores sobre los que las sociedades estaban construidas. Priva a los individuos de ese potencial interno por superarse que es el combustible para animarse, para esforzarse y soñar con que un futuro mejor es posible.

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Frente a este panorama que pasó de crisis a status quo en prácticamente toda la región, aniquilado el futuro, los jóvenes reconocen que no hay espacio para ellos en estas sociedades empobrecidas, y la necesidad de encontrar un lugar que les brinde la posibilidad de proyectarse se vuelve un mandato que sale de sus impetuosas entrañas. Y así, empujados y expulsados por sus propios países, emigran.

La Argentina es uno de los que padece este proceso hace al menos una década y ese drenaje experimenta un crecimiento sostenido. Así como recibimos miles de europeos durante los siglos XIX y XX, hoy nuestros hijos hacen el camino inverso. El dolor de verlos partir se mitiga en la convicción de que les espera una vida mejor.

Cada vez somos más los padres que reemplazamos el almuerzo familiar por la video llamada para saber de ellos. Cada vez son más los jóvenes que abandonan la Argentina porque es un país que, de no tener futuro, se ha transformado en uno que ni siquiera tiene presente.

Los destinos de nuestros hijos son variados. Buscan sociedades que valoren sus condiciones humanas y profesionales. Y los padres celebramos que los encuentren y agradecemos la hospitalidad que les brindan.

Pero cuando llega fin de año, la alegría por sus logros no nos alcanza porque sus ausencias se vuelven enormes. Los extrañamos. Saber que están bien, que progresan y que son felices es significativo, pero no llena el vacío en nuestro corazón ni sus lugares en la mesa. En nuestro pequeño mundo familiar, es otra Navidad sin ellos. Y la esencia de la celebración diluye su sentido. Si no compartimos esos momentos vitales ¿qué compartimos?

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Cuando llegue el tiempo el brindis estarás más presente que nunca entre nosotros. Vamos a agradecer por la persona en la que te has convertido

“Cuando abrazo al abuelo lo hago pensando en que alguna vez ese abrazo será el último” me dijo mi hijo durante una visita a la Argentina y su predicción finalmente un día se cumplió. Aprenden la amarga sensación de transitar despedidas definitivas. Los dolores, las pérdidas y los logros se comparten vía internet. Es el costo del desarraigo, el alto costo del desarraigo.

En vísperas de otra Navidad separados de esos pequeños que se nos hicieron mayores pero que siguen siendo la luz de nuestros corazones, vaya un sentido abrazo a todos los padres con quienes coincidimos, tanto historias de crecimiento personal y progreso de esos jóvenes, como en sus ausencias. Y vaya también el agradecimiento a los países que les abren las puertas y a sus ciudadanos, que los hacen sentir acompañados. La solidaridad internacional suaviza la angustia de tenerlos lejos.

Cuando llegue el tiempo el brindis estarás más presente que nunca entre nosotros. Vamos a agradecer por la persona en la que te has convertido y, aún con el corazón estrujado por tu ausencia, pediremos por cada uno de tus deseos, que los hacemos nuestros. Rogaremos a Dios que te proteja siempre y compense con creces tus luchas y sacrificios.

¡Feliz Navidad, hijo querido!

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