Vie. Abr 19th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

Lo que todos piensan. Por Vicente Massot

Si el CEO de una gran empresa tropezase con el idioma al momento de hacer uso de la palabra delante de sus empleados; su segundo en el organigrama jerárquico de la compañía no le llevase el apunte y tratase de boicotear su desempeño en cuanta oportunidad pudiese; los directores de determinadas áreas estratégicas no respondiesen a sus superiores naturales y —para colmo de males— ese CEO tratase de actuar sin arreglo a un plan y con un CFO cuestionado, no duraría un segundo en su cargo. El directorio, sin dudarlo, lo despediría sin siquiera agradecerle, por una cuestión de formas, los servicios prestados.

Desde hace un tiempo —suficiente como para despejar las dudas y desterrar la posibilidad de atribuirle sus pifias, errores de cálculo y pasos en falso a la mala suerte o a la casualidad— Alberto Fernández luce como un improvisado que hubiese llegado ayer a la Casa Rosada sin experiencia alguna en el manejo de la cosa pública pero —también— con las ínfulas propias de los ignorantes que se consideran a sí mismos sabios. Por eso, al par que comete gazapo tras gazapo sin solución de continuidad, nunca ensaya un mea culpa. Cuanto más comprometida es la situación en la cual se encuentra, mayores son sus compadradas.

La semana pasada el presidente de la Nación puso al descubierto, quizá como nunca antes, su torpeza —por momentos infantil— y, al mismo tiempo, el grado de irrealidad en la que desenvuelve su gestión de gobierno. Por de pronto, es necesario mencionar las declaraciones inconcebibles respecto de la posibilidad de aumentar las retenciones que hoy pesan sobre el campo. Fueron hechas en una audición radial previamente agendada, de modo que no cabe especular con las trampas que la improvisación puede jugarle a un funcionario inexperto en la materia. Fernández no resultó sorprendido por un periodista que lo condujo arteramente a una encerrona. Nada de eso. Era un medio amigo del oficialismo; y el programa, uno de los más complacientes con el derrotero que lleva el oficialismo.

¿Por qué, entonces, el primer magistrado se fue de boca y expresó algo que su propio ministro de Agricultura tuvo que desmentir ni bien se enteró del barbarazo de su jefe? No se refirió el presidente a un impuesto menor, de los que no mueven el amperímetro y molestan a poca gente. Por el contrario, hizo mención al gravamen más discutido del país, que afecta al sector más competitivo de la economía argentina y, a su vez, el más castigado por el kirchnerismo. Si hubiese querido torear al campo, Julián Domínguez no habría salido a desmentirlo horas más tarde. Si realmente pensó en aumentar las retenciones —cosa que luce poco probable por el número de diputados nacionales que suma el Frente de Todos— no era el momento ni la forma de ventilar el tema.

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Una de dos. O bien habló más de la cuenta sin pensar bien lo que decía y sin medir las consecuencias que tendrían sus palabras; o bien se prestó al reportaje y lanzó un globo de ensayo. Existe —claro— una tercera interpretación que bien puede hacerse con base en los antecedentes del personaje: que sea un vulgar ignorante, de los muchos —dicho sea de paso— que han pasado por Balcarce 50 sin méritos que los habilitaran, sin preparación profesional y sin la inteligencia suficiente para asumir tamaña responsabilidad.

El segundo hecho significativo quedó de manifiesto en el acto público que la UOCRA organizó para darle su espaldarazo a Alberto Fernández, en el momento que más necesita contar con apoyos de peso en el seno del peronismo. Que las cosas estuvieron mal planificadas desde el vamos, lo demostró Juan Manzur en la reunión de gabinete del día anterior. El tucumano —que, en punto a lucidez, calza los mismos puntos que su jefe— no tuvo mejor idea que pedirle al conjunto ministerial allí sentado que, por favor, se hiciese presente en el evento convocado para el día siguiente. La solicitud —que jamás se le hubiese pasado por la cabeza a Eduardo Bauzá o al propio Alberto Fernández cuando oficiaban, uno y otro, como ministros coordinadores durante las presidencias de Carlos Menem y de Néstor Kirchner, respectivamente— Manzur la extendió al gabinete que en teoría comanda, como la cosa más normal del mundo. De más está decir que la mitad de los colaboradores presidenciales pegaron el faltazo, empezando por el titular de la cartera del Interior, Wado de Pedro.

Era evidente —a estar al insólito ruego de Manzur— que Alberto Fernández requería andadores. Pero las torpezas no terminaron allí. Se supone que en medio de una disputa como la que llevaban entabladas las dos facciones antagónicas dentro del gobierno, si la cabeza del Estado y del peronismo —al menos en el campo de lo formal— desea hacer una demostración de fuerza, debe asegurarse de antemano que el acto contará con la concurrencia de la mayor cantidad de pesos pesados del justicialismo que pueda imaginarse. Se sabía que no concurrirían ni Cristina Kirchner ni su hijo, ni el grupo de ministros, secretarios y subsecretarios que responden a la Señora. Nadie suponía que se contarían entre los presentes. Por el contrario, era dable pensar que, de los trece gobernadores del PJ, la mayoría cantase el presente. Pues bien, sólo el gobernador de San Juan se hizo ver. Con lo cual, sin ninguna necesidad, la imagen que ofreció el albertismo —si es que existe a esta altura— fue desoladora. Bastaba realizar un chequeo previo para darse cuenta de que no había plafond para llevar adelante la idea de la UOCRA. Sin embargo, los estrategas de Balcarce 50 creyeron que era una oportunidad para demostrar poderío. Más torpes, no pueden ser.

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La salida, por voluntad propia, de Roberto Feletti de la secretaría de Comercio Interior es una muestra más de las limitaciones presidenciales. Sus hombres de confianza dejaron trascender que el polémico funcionario había sido renunciado por una instrucción presidencial. Pero nadie creyó en esta versión. Lo cierto es que no fue Alberto Fernández sino Cristina la que bajo la orden de que se retirarse del gobierno. El jefe de Estado nunca se hubiese animado a tomar una medida de semejante índole, por mucho que ahora quiere aprovecharse del tema para sacar patente de poderoso.

Los varios ejemplos antes señalados cuanto demuestran es la poca entidad que detentan Alberto Fernández y su círculo aúlico —Julio Vitobello, Vilma Ibarra, Gustavo Béliz y el inefable Santiago Cafiero— para sobrellevar la crisis en la que se hallan metidos. Pero no sólo eso. Hay algo de mayor cuidado aún: la percepción generalizada respecto de la incapacidad y la falta de autoridad del presidente. Si el poco carácter que acusa respecto de la viuda de Kirchner y sus contradicciones y el rumbo errático de su gestión resultan aspectos de suyo graves, el dato decisivo es el juicio de valor de los poderes fácticos acerca de las taras presidenciales.

La convicción de que el capitán del barco no sabe manejar el timón en medio de la tempestad, está tan extendida en la sociedad que es difícil hallar —quedando incluidos algunos de sus colaboradores de mayor confianza— a alguien dispuesto a quebrar una lanza en su favor. Alberto Fernández tiene la ventaja de no ser el CEO de una empresa cuyo directorio podría despedirlo a la primera de cambios. Pero arrastra la desventaja de estar en boca de todos por su manifiesta incapacidad.