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Las ilusiones del Mundial – Por Vicente Massot

Es seguro que en la Casa Rosada el Mundial de Fútbol, a disputarse en Brasil, a partir de mediados del próximo mes de junio, suscita unas expectativas lógicas aunque, al propio tiempo, desproporcionadas. No resulta novedoso, ni mucho menos, el fenómeno de un gobierno aquejado por infinidad de dificultades que se aferra, con fe digna de mejor causa, al presunto efecto salvador del mayor evento deportivo del año en curso

Ni bien se mira, lo que delata la actitud del kirchnerismo, como la de otras admi-nistraciones antes, es parte de eso que Max Weber llamó “pensamiento mágico”. La premisa —que, por su misma naturaleza, no está sujeta a discusión— es la siguiente: la profunda influencia del fútbol sobre la conducta de buena parte de los argentinos. De ello se sigue, casi a manera de consecuencia lógica, que así como la derrota del equipo nacional obraría efectos negativos, la victoria en el Maracaná —sobre todo después de cinco campeonatos mundiales sin siquiera poder arrimarnos a una semifinal— haría olvidar las penurias económicas a muchos y le permitiría al oficialismo llegar en forma a octubre de 2015.

Que desde el 15 de junio en adelante estaremos pendientes de cuanto suceda en el vecino país con el seleccionado dirigido por Sabella, es algo de todos conocido. El fútbol genera pasiones como ningún otro deporte y, por lo tanto, se abrirá entre nosotros una suerte de compás de espera mientras se dispute el torneo. No se hablará de otra cosa y casi la totalidad de la población, directa o indirectamente, pensará, soñará, trabajará y comerá atento a cuanto ocurra, primero en Belo Horizonte y luego en los sucesivos estadios donde habrá de presentarse el combinado albiceleste.

¿Qué tiene que ver esto con la política y, más específicamente, con el derrotero del kirchnerismo? —En realidad, poco. Es cierto que, durante el transcurso del certamen, nadie le dará demasiada atención a los candidatos, las candidaturas, las campañas electorales, las disputas entre el oficialismo y el arco opositor y los discursos de Cristina Fernández. Es muy posible que pasen desapercibidos hechos a los cuales, de no mediar el Mundial, se le prestaría otra atención. Y hasta podría el gobierno tomar alguna medida, de esas difíciles de digerir, sin que el mundo se venga abajo. Pero también es cierto que, primero —para que ello suceda— Messi y sus muchachos deberían ganar todos los partidos sin solución de continuidad y, segundo, aun cuando alzaran la copa y estallase en estas playas la algarabía popular, ¿cuánto duraría?

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Apunta, lo expresado hasta aquí, a poner al descubierto la relatividad de asignarle a la disputa a llevarse a cabo en Brasil una importancia política que no tiene. Si la Argentina, a semejanza de los últimos cinco mundiales, es eliminada, los reproches enderezados contra Julio Grondona, Sabella y los jugadores serán proverbiales. Si, puestos en el escenario más favorable, repitiésemos las performances del ’78 y del ’86 del siglo pasado, la euforia se prolongará hasta agosto o septiembre y luego todo volverá a la normalidad. Distinto sería, sin duda, en caso de que el cronograma electoral resultase diferente. Por ejemplo, que se votara en octubre de este año.

Messi, inspirado, podrá hacer magia. Basta verlo en esos momentos de inspiración para darse cuenta que —como Maradona, Pelé, Garrincha, Distefano y otros pocos superdotados— es capaz de obrar lo imposible con una pelota en sus pies. En cambio, eso es precisamente lo que, por mucho que se esmeren, prometan y se enojen, nunca podrán lograr Cristina Fernández, Axel Kicillof, Carlos Zannini y Julio De Vido. El problema que tienen entre manos no es susceptible de ser remediado ni atemperado por ninguna hazaña deportiva. La inflación, la falta de inversión, la pérdida de reservas, la caída abrupta de la actividad económica y el aumento del gasto público improductivo no habrán de desaparecer por efecto de la corta tregua que, al gobierno, le dará el fútbol. Esos flagelos seguirán presentes si bien, por unas semanas, algo olvidados. Nada más.

Es fundamental, al respecto, entender la dinámica propia de los procesos económicos y de las decisiones judiciales —para dar dos ejemplos— que ya no dependen ni de la buena voluntad ni de las órdenes ni tampoco de los deseos de la presidente y de sus laderos. Menos aun del resultado de un partido. Determinadas causas obran determinados efectos y eso se ve claro en materia económica. El plan puesto en marcha, con bombos y platillos, por Néstor Kichner y continuado por su mujer, llevaba en sus penetrales el germen de su perdición. Ahora percibimos los efectos y es tarde para ponerles freno. El segundo semestre será peor que el primero y eso no lo puede modificar nadie.

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Otro tanto pasa con la justicia. No es casual que Cristina Fernández resulte investigada por el caso Chevron. Hubiese sido impensable un año atrás. Hoy es parte del final del ciclo. A Boudou no le ha ido mejor en los tribunales. ¿La razón? La misma que explica por qué todos los esfuerzos para minar el Poder Judicial, de parte del oficialismo, habrán de estrellarse contra la voluntad de la Corte Suprema, de la mayoría de los integrantes de la Cámara de Casación Penal y de los presidentes de otras cámaras federales del país, reacias a aceptar a los recién nombrados por el Poder Ejecutivo. En 2003 y en 2011 no se habría escuchado un murmuro de su parte. Pero ese escenario es cosa del pasado. Ahora los magistrados otean el horizonte en busca del nuevo poderoso y si todavía no se recorta uno, de algo están seguros los jueces: cuanto más lejos de los K, mejor.

Son procesos con impulso propio. Frente a los mismos, el kirchnerismo está condenado a hacer las veces del convidado de piedra. Hasta la próxima semana.