Vie. Mar 29th, 2024

Prensa Republicana

Con las ideas derechas

Un fenómeno inédito. Por Vicente Massot

Entre las muchas formas que hay para distinguir los gobiernos que se han sucedido entre nosotros desde 1983 a la fecha, resulta muy ilustrativa la que pone en una vereda a aquellos capaces de reivindicar con éxito todo el poder —y que, por ello mismo, le dejaron a las banderías opositoras el papel de simples comentaristas de la realidad— al par que sitúa en la vereda de enfrente a los que, por las razones que fuere, necesitaron compartir parte de su poder. En un país con las características del nuestro, con instituciones que hacen las veces de cáscaras vacías de contenido, los primeros arrastraron una componente hegemónica indisimulable mientras los segundos debieron —en mayor o menor medida, según los casos— compartir sus decisiones. Claro está que entre los dos extremos hay una zona infinita de grises.

Más allá de sus diferencias, abismales en muchos aspectos, la de Carlos Menem y las de Néstor y Cristina Kirchner fueron administraciones largas —diez y doce años, respectivamente— con inequívocas tendencias hegemónicas. No significa que tuvieran la potestad de hacer cuanto les viniera en gana, pero casi… En cambio, las gestiones de Fernando de la Rúa y de Raúl Alfonsín —aun con sus desemejanzas— siempre debieron pactar, conciliar, negociar y hasta ceder en razón de unas relaciones de fuerza que no los favorecieron. Con mucho menos poder sindical y militar que el de sus sucesores, Raúl Alfonsín se estrelló contra un Senado que no controlaba y no tuvo más remedio que archivar de entrada la ley Mucci. Luego, al lanzar un plan antiinflacionario serio y ponerlo a Juan Sourrouille al frente del Ministerio de Hacienda, lo hirió de muerte ni bien introdujo a un verdadero caballo de Troya en el gabinete, como era el dirigente sindical peronista Carlos Alderete.

El riojano en la década del noventa del siglo pasado nunca imaginó negociar la convertibilidad, las relaciones carnales con los Estados Unidos, la política de privatizaciones o los indultos concebidos para poner fin al desencuentro nacional. Por su parte, al matrimonio patagónico tampoco se le cruzó nunca por la cabeza someter a debate el cierre de la economía, el congelamiento de las tarifas públicas, el acercamiento a los regímenes populistas latinoamericanos en materia de política exterior, o el pago al FMI y al Club de París. Ejercieron todos ellos el poder en plenitud, y las pocas veces que resultaron derrotados ello no supuso que debieran desandar lo andado o la interrupción de sus mandatos presidenciales.

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¿Dónde situarlo al gobierno de Mauricio Macri? Hay una dificultad, no menor precisamente, a la hora de hallarle un lugar a Cambiemos dentro del cuadro antes planteado. La misma reside en el hecho de que apenas han transcurrido desde el 11 de diciembre unos escasos seis meses. Razón por la cual es materia difícil ubicarlo en un determinado casillero. Le falta todavía mucho por andar y cualquier juicio que se haga a su respecto debería serlo con beneficio de inventario. Salta a la vista, sin embargo, algo obvio: el suyo no es un poder que tienda a lo hegemónico. Por de pronto no tiene Macri un proyecto de esa naturaleza entre manos. Nada más alejado de sus convicciones. Y, aun cuando lo tuviese, no podría ponerlo en ejecución debido a la falta de musculatura legislativa y a los pocos gobernadores que o son de su partido o pertenecen a la UCR. Pero que así sea no lo echa en el campo de los dos presidentes radicales, en términos de su debilidad congénita —como fue el caso de De la Rúa— o de lo que podríamos llamar —a falta de mejor término— debilidad autoinfligida, como la de Alfonsín.

¿Se halla, pues, situado a mitad de camino entre el poder real de Carlos Menem y de Néstor Kirchner y el desflecado de Fernando de la Rúa? —Definitivamente, no. Así como no hay rasgos despóticos en su temperamento y en su manera de ejercer la autoridad, tampoco hay razones susceptibles de ser tenidas en cuenta en un análisis de este tipo para tenerlo por un contemplativo o un timorato al momento de tomar decisiones y —por lógica consecuencia— vulnerar intereses que habrán de resistirse y, eventualmente, pelear.

Hasta aquí la administración de Cambiemos se ha hecho una composición de lugar acertada respecto de dónde está parada; es decir, el diagnóstico que debe preceder a todo plan de acción, en cualquier tiempo y lugar, ha sido correcto en la medida que ha partido de la base no de su debilidad —que no hay tal— sino de una relación de fuerzas en las que lleva las de ganar si y sólo si es capaz de pactar con sus adversarios en lo táctico para no ceder en lo estratégico.

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De momento —al menos— la situación del actual gobierno vis a vis el peronismo es parecida a la de Menem frente al radicalismo. El partido de Alem y de Irigoyen no compartía la convertibilidad, no obstante lo cual en sólo dos semanas la votó y la transformó en ley sin ponerle palos en la rueda al proyecto del oficialismo. Algo similar pasó con el acuerdo para salir del default. En aquella oportunidad los radicales, como en esta última los justicialistas, privilegiaron la responsabilidad a las convicciones y reforzaron así la gobernabilidad en unas situaciones de extrema gravedad.

Macri ha demostrado —como lo hemos dicho en más de una oportunidad— que sabe mandar, y por eso mismo parece poco probable que en los proyectos de ley que comenzarán a tratarse en el curso de las próximas semanas vaya a sucederle lo que al gobierno de la Alianza: en 2000, a poco de haber asumido, Fernando de la Rúa juntó orines por espacio de ocho meses interminables hasta que el peronismo le devolvió aprobada la ley Antievasión que tanto el presidente como su ministro de Economía juzgaban —si fue con razón, o no, es harina de otro costal— esencial para el desenvolvimiento del plan que habían puesto en marcha.

Nos hallamos ante un fenómeno político inédito por donde se lo mire: que un presidente con un partido raquítico en cuanto hace a su dimensión territorial, sin mayoría en ninguna de las dos cámaras y con solamente dos jefes provinciales de su riñón —si, más allá de las formalidades, se incluye a Horacio Rodríguez Larreta entre ellos— no sólo haya despejado cualquier duda respecto de si sería capaz de asegurar la gobernabilidad, en medio de un durísimo reacomodamiento de precios relativos, sino que haya logrado consolidar su poder de una manera distinta de la forjada por sus predecesores en Balcarce 50.

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