Vie. Mar 29th, 2024

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Españoles, Franco ha resucitado. Por Juan Manuel de Prada

La reciente sentencia del Tribunal Supremo, por la que se autoriza la remoción de los restos fúnebres de Franco, nos permite reflexionar sobre la desintegración del Derecho. La sentencia, desde el punto de vista de la racionalidad jurídica, es un atropello despepitado de la inviolabilidad de los lugares de culto, el derecho que asiste a las familias sobre las sepulturas de sus antepasados y el respeto debido a los muertos. No sólo se salta alegremente principios básicos de cualquier ordenamiento jurídico, sino que pisotea (digámoslo así) los fundamentos mismos de la civilización. Pues el elemento común a cualquier civilización que merezca tal nombre es el respeto a los muertos, incluso a quienes en vida fueron viles, pues los muertos nos recuerdan que somos frágiles y mortales; y todo afán justiciero se aplaca ante la gravedad definitiva de un cadáver. Por mucho que se disfrace con piruetas leguleyas y coartadas democráticas, el desenterramiento y traslado de los restos fúnebres de Franco es un ejercicio macabro de barbarie y resentimiento que nos devuelve a la selva.

En las épocas más oscuras de la Historia estas bestialidades se hacían por las bravas, porque los demonios del resentimiento vagaban libres y en porreta; ahora estas bestialidades se han vuelto atildaditas y asépticas, incluso con apariencia «respetuosa», porque los demonios del resentimiento se visten con toga y puñetas. Pero esta sentencia del Tribunal Supremo -como tantas otras evacuadas por este y otros órganos judiciales- nos prueba que el Derecho ha dejado de ser determinación de la justicia, para convertirse en un barrizal positivista nacido del arbitrio humano; o, dicho más exactamente, nacido del arbitrio del poderoso de turno, que utiliza las leyes y las sentencias judiciales para enmascarar sus pasiones. Si el Derecho todavía fuese, siquiera remotamente, determinación de la justicia, la mera posibilidad de desenterrar cadáveres causaría honda repugnancia moral; y no habría juez que se aviniese a dar cobertura legal a tal desafuero. Pero la justicia ha dejado de ser el fundamento del derecho positivo, y el poderoso de turno se convierte así en creador de un derecho que, por supuesto, ya no es expresión de la racionalidad jurídica, sino puro ejercicio del poder, acto de voluntad desenfrenada del Estado Leviatán; o, utilizando la escalofriante expresión hegeliana, «libertad del querer», puro nihilismo jurídico apoyado en conveniencias políticas cambiantes, cuando no en pulsiones y pasiones convenientemente disfrazadas de espantajos políticamente correctos. Porque nuestra época, tan atildadita, ya no puede permitir que los demonios vaguen libres y en porreta.

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Contra quienes convierten la justicia en la decisión coyuntural e interesada del más fuerte ya nos advertía Platón en el libro IX de su diálogo Las leyes: «De cualquiera que esclavizase las leyes poniéndolas bajo el imperio de los hombres, sometiere la ciudad a una facción y despertase la discordia civil, hay que pensar que es el peor enemigo de la polis». Esta sentencia, que atropella la inviolabilidad de los lugares de culto, el derecho de las familias sobre las sepulturas de sus antepasados y el respeto debido a los muertos, es también el acta de resurrección de Franco, que nunca en los últimos años había estado tan vivo como hoy. Han resucitado a Franco, a la vez que han enterrado el Derecho. Y todo por resentimiento, el resentimiento de los hijos de papá cuyas familias medraron con Franco y que ahora, encaramados en las altas instituciones del Estado, necesitan inventarse una mitología antifranquista que sepulte la terrible verdad de sus vidas.

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