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El temor argentino a una oposición fragmentada que aliente al kirchnerismo. Por María Zaldívar

En oportunidad de la crisis del 2001 que derrumbó al Gobierno del radical Fernando De la Rúa, surgió una reacción popular contra los políticos que tomó forma bajo el slogan «Que se vayan todos«. La gente estaba cansada de la calesita de nombres y caras. En la Argentina los políticos no pasan, cambian de cargo.

Sin embargo, a pesar del clamor general y de la razón que le asistía al pueblo en su análisis de que, en distintas medidas, todos eran responsables del fracaso argentino del último siglo, el recambio no se produjo y, lejos de irse, volvieron los mismos. La única cara nueva que se sumó fue la de Mauricio Macri, un ingeniero millonario cuya trascendencia pública derivaba de haber presidido Boca Juniors, uno de los clubes de futbol más tradicionales del país. Hasta entonces, solo había trabajado en las empresas de su padre, un poderoso empresario de origen italiano que amasó su fortuna a la sombra de los negocios con el estado.

«Al final, mucho que se vayan todos pero el único nuevo soy yo» solía repetir Mauricio. Formó un partido, en 2007 ganó la jefatura de Gobierno de la capital, históricamente antiperonista, y cuatro años más tarde obtuvo la reelección. Mientras tanto, el kirchnerismo administraba el país. Tras el fuerte deterioro que el país padecía en todos los órdenes bajo la conducción de Cristina Kirchner, se abrió una ventana de oportunidad para la oposición.

Sin embargo, las huestes de Mauricio Macri no alcanzaban para cubrir el extenso territorio nacional, de modo que él mismo, sin demasiados escrúpulos, selló una alianza con la histórica Unión Cívica Radicalun partido de perfil estatista afiliado a la Internacional Socialista en absoluta decadencia que caminaba a su extinción pero que conservaba su despliegue territorial. En 2015 unieron fuerzas y, bajo el nombre de Juntos por el Cambio, le disputaron la presidencia al kirchnerismo.

Por apenas un puñado de votos de diferencia y en el ballotage, Mauricio Macri obtuvo la victoria. El país, aunque partido en dos, ingresó en un período de esperanza. La década kirchnerista quedaba en el pasado y con ella sus principales figuras. Se acababan las interminables cadenas nacionales que imponía Cristina Fernández y la administración arbitraria de los recursos del estado. El alivio se sentía en la calle. El cambio implicaba, en el imaginario general, un salto cualitativo en calidad de vida. La procedencia del nuevo presidente, de una familia rica, y sus ojos celestes convencieron a muchos de que el giro a la derecha estaba garantizado.

Sin embargo, Mauricio Macri, esclavo del marketing político y las encuestas, se convenció de que el público no quería escuchar malas noticias. Entonces, no se las dio. Ocultó la bancarrota heredada, el atraso que acumulaban las tarifas de los servicios públicos producto de las políticas demagógicas y de los negociados que el kirchnerismo aplicó alrededor de los millonarios subsidios que volanteó durante más de una década; no dijo que la administración anterior había consumido las reservas de gas y petróleo ni mencionó los miles de nombramientos innecesarios que hizo antes de dejar el poder con los que engrosó aún más el exhausto aparato burocrático del estado.

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Macri, además de asumir el rol de un portador de buenas nuevas, hizo un diagnóstico erróneo de la herencia: creyó que el problema estaba en las personas; si cambiaba las equivocadas por las correctas, las cosas se enderezarían. No entendió que el problema era el sistema, la maquinaria perversa de un estado obeso lleno de distorsiones, impuestos, subsidios, retenciones, acomodos y privilegios. Efectivamente cambió las personas, el mal sistema se las comió y las cosas no se modificaron.

Pero la efervescencia favorable le alcanzó para ganar las elecciones de medio término; con el diario del lunes se podría desear que las hubiese perdido; tal vez ese tropezón menor a tiempo hubiera sido una luz amarilla; quizás lo hubiera llamado a la reflexión y al cambio de rumbo. Pero la victoria lo fortaleció y ese fue comienzo del fin. El deterioro de la economía tomó rumbo de colisión, hubo que recurrir al FMI a pasar la gorra, las reformas estructurales nunca llegaron y el gradualismo en materia económica hizo el resto; paralelamente, el kirchnerismo aprovechaba el tiempo para reordenarse.

La desilusión ganó la calle; los aires de cambio habían quedado reducidos al slogan. Cuatro años después de protagonizar el hecho político más importante del siglo que fue ganarle al peronismo, Mauricio Macri era derrotado por un engendro político-mafioso que aglutinó a casi todas las variedades de peronismo con Alberto Fernández como mascarón de proa pero bajo la conducción de Cristina Kirchner. La pesadilla retornaba.

A las puertas de la elección presidencial de 2023, cuyo proceso de primarias y campañas empieza en menos de un año, es el gran momento para la alianza anti-kirchnerista. Sin embargo, en lugar de estar trabajando en el fortalecimiento del espacio y una propuesta integral para los votantes, está ahogándose en unas disputas internas que, por momentos, amenazan con quebrar la convivencia. Los radicales, quienes fueran el pariente pobre en 2015 y a los que el macrismo se cansó de ignorar a lo largo de los cuatro años de gestión, han recuperado el aliento, formaron cuadros políticos de peso y trascendencia pública, alardean con una innegable renovación y variedad de dirigentes y muestran una unidad que hace tambalear a sus socios.

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En el otro lado del ring, Mauricio Macri, por el contrario, ha perdido la conducción del partido que formara y la mayoría de los dirigentes no le responden. Él igualmente no resigna sus aspiraciones presidenciales y pretende dar batalla aunque, hasta ahora, lo único que ha conseguido es resentir las bases de su armado político. El jefe de gobierno porteño y discípulo natural de Macri, Horacio Rodríguez Larreta, se ha convertido en su principal rival; este tironeo absurdo debilita la única opción con la que cuentan los argentinos para evitar la continuidad del peronismo kirchnerista.

Mauricio Macri, un socialdemócrata de manual, máximo exponente argentino de la derechita cobarde y parte del fracaso continental del buenismo, intenta volver y ensaya un discurso algo más severo de dudosa legitimidad ya que sus preferencias internacionales lo contradicen. No apoyó públicamente al candidato José Antonio Kast en Chile, sigue sin empatizar con el Partido Republicano americano; alentó la ley del aborto cuando fue presidente y enmudeció ahora frente al histórico fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Roe & Wade y en España su aliado histórico es el PP; hace unos pocos meses recibió a Pablo Casado en Buenos Aires y pertenece a una red de ONG que reciben fondos privados y públicos para organizar encuentros periódicos con los dirigentes del Partido Popular, una fuerza que no termina de decidir su ubicación estratégica respecto de temas cruciales de la Agenda 2030.

Ese Mauricio Macri, que perdió la reelección por impericia y falta de decisión política para tomar las medidas que el país necesitaba con desesperación, hoy por vanidad personal, está tensando la interna de la alianza opositora y poniendo en riesgo su propia creación. Su estilo de gobierno encerrado entre íntimos lo alejó hasta de sus aliados que ahora le pasan la factura. Los radicales no reconocen su liderazgo, tampoco los peronistas que integran su armado político y ni siquiera la mayoría de los dirigentes históricos con los que llegó al poder. Macri no se resigna a aceptar que ha perdido la conducción de su partido y no tiene la grandeza de acompañar a los que siguieron trabajando para enfrentar al kirchnerismo.

Mientras este mar de fondo se hace explícito, tampoco repara en la zozobra que provoca en el público, que tiembla ante la posibilidad de una oposición fragmentada que le brinde chances de supervivencia al Gobierno actual. A Macri no parecen desvelarle la continuidad de Cristina Kirchner y sus aliados. Está obsesionado en recuperar el terreno que perdió a manos de su ineptitud personal y se lo ve dispuesto a lograrlo o a quemar las naves.

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