Vie. Mar 29th, 2024

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El principio del fin del imperio progre: los dogmas oficiales comienzan a agrietarse. Por Javier Torres

De pronto, muchos de los dogmas oficiales se derrumban como un castillo de naipes. Si aún no han caído del todo, desde luego, es por la respiración artificial que le practican gobiernos, organizaciones supranacionales, multinacionales y medios de comunicación, insuflándoles dinero y toneladas de propaganda para mantener vivas estructuras podridas al servicio de la mentira.

La realidad, el mejor antídoto contra la ideología, está poniendo las cosas en su sitio. No es que el imperio progre haya sucumbido, pero observamos a diario cómo quedan retratados quienes construyeron consensos sobre mentiras groseras o, peor aún, contra la naturaleza de las cosas. La ideología de género (aunque sus precursores rehúyan el término) es el mejor ejemplo de que negar la realidad es una utopía, una bomba de relojería que acaba estallando a quien la activa. Como decía un profesor de Historia a sus alumnos: entre la ideología y la realidad, tirad la primera por la ventana y quedaos con la segunda.

Nadie en su sano juicio y de cualquier ideología habría defendido antes de 2004 (maldito año) leyes que fulminan la presunción de inocencia del varón. O que, una década después, se refute la biología sosteniendo que sexo y género van disociados porque este último es una mera construcción cultural con independencia del órgano reproductor con el que nacemos. O que en el ADN del varón está incardinada la violencia. O que está muy bien promover el cambio de sexo entre menores, cursillos sobre masturbación y sexo anal en niños de primaria o que una ministra abra la puerta a la pedofilia.

Hasta hace muy poco ningún programa electoral incluía propuestas construidas contra el más elemental sentido común. Hoy todas estas aberraciones encuentran, sin embargo, defensores. La mayoría, por supuesto, está en los parlamentos y medios de comunicación, no en la calle. Cabe preguntarse, es esencial, cómo hemos llegado hasta aquí: todas las grandes transformaciones culturales y sociales son impulsadas por el poder. De arriba abajo, nunca al revés. El pueblo jamás salió a la calle a pedir nada así.

La mejor prueba de ello -y no es una inocentada- es el 28 de diciembre de 2004. El Congreso aprobó por unanimidad la ley contra la violencia de género, aún en vigor, que quiebra el principio de igualdad ante la ley imponiendo una asimetría penal que castiga al hombre a mayor condena que la mujer si comete el mismo delito. La negación de la igualdad revestida de lo contrario.

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Y a pesar del poder del BOE, televisiones y gobiernos, se atisban fisuras. Esta misma semana el asesinato de una menor a manos de su madre ha tambaleado el discurso oficial que sostiene que el hombre es malo y violento por naturaleza, mientras que la mujer es un ser de luz. Que la ministra Irene Montero tardara tres días en condenar el crimen revela a las claras que nunca se ha tratado de las víctimas, sino de quién es el agresor, y en función del sexo, denunciar o silenciar el caso.

Parece increíble pero la ideología de género podría estar viviendo el principio del fin. Se aprecian importantes grietas, como la división interna en el feminismo a propósito de la ley trans. O el paso atrás del PP de Madrid, que impuso la primera ley LGTBI autonómica en España y ahora planea modificarla para “evitar el adoctrinamiento trans en las aulas y proteger a los menores”.

El rey va desnudo y ya casi nadie lo niega. A este desorden posmoderno se le están empezando a ver las costuras. Y desde todos lados. También lo aprecia el votante de izquierdas, cada vez más marginado de la agenda de los partidos que dicen representarle. Una ideología construida contra las costumbres más arraigadas del pueblo y el sentido común tiene necesariamente los días contados. Decir, por ejemplo, que estamos obligados a dar casa y trabajo a un extranjero que acaba de entrar en nuestro país (no digamos ya ilegalmente) y a adaptarnos a sus costumbres (y no al revés), perjudica especialmente a los nacionales más humildes.

Hace unos días el actor progresista (valga el pleonasmo) Karra Elejalde denunciaba esta deriva en una entrevista: “La izquierda está perdiendo al pueblo porque no se la entiende […] Yo siempre he dicho que no hay mayor tonto que un obrero de derechas, pero ahora entiendo que voten a Vox. Si yo soy un potencial votante y no entiendo al tío que me está hablando, estamos jodidos”.

He ahí una de las claves: hablar otro idioma. Veamos: perspectiva de género, migrantes, todos y todas, nosotras, les niñes, semáforos inclusivos, bancos pintados de arcoíris, patinetes por la Castellana, dieta vegana y no carne, impuestos por usar el coche, derechos a los animales, save the planet… Esto último es relevante, pues el cambio climático persigue objetivos redentores como “salvar el mundo” cuando millones de trabajadores se conformarían con algo más modesto y terrenal: llegar a fin de mes.

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Toda esta agenda, es evidente, castiga a quienes menos recursos tienen. ¿Inmigración masiva? A tu barrio. ¿Prohibición de los coches que emiten altas emisiones? Si vives en la periferia y no tienes dinero para comprar un modernísimo eléctrico, te fastidias. ¿Un sistema educativo trufado de ideología donde la meritocracia es sustituida por el aprobado general? Si eres pobre, te fastidias, pues te han robado el ascensor social, única herramienta posible para prosperar a través del esfuerzo.

Ideología, ideología y más ideología contra la gente corriente. ¿Quiénes sufren el fanatismo climático? Los agricultores y ganaderos. ¿Quiénes sufren las leyes de género? Al menos, la mitad de la población, los hombres, aunque también los niños, como Olivia, desprotegida por la legislación que ha ignorado las múltiples denuncias del padre. Más: ¿Quiénes sufren el apartheid lingüístico impuesto por el separatismo en las escuelas? Los hijos de quienes no tienen recursos para un colegio privado. ¿Y la ocupación? Quienes tienen una modesta propiedad, un piso, en un barrio de trabajadores.

Claro que este delirio alcanza cotas de infinita sinvergonzonería. Una realidad paralela -auténtico imperio de la mentira- es difundida a través de los grandes medios de comunicación que dibujan, a menudo, un escenario apocalíptico por el peligro de la ultraderecha. La realidad es que la violencia que padecemos en España la ejercen, casi siempre, grupos de pirados climáticos, extrema izquierda, separatistas catalanes y vascos, menas y bandas latinas.

Que los grandes dogmas se tambalean es indiscutible. Hasta el centrista y moderadísimo Feijóo dice ahora que tiene un plan para rearmar ideológicamente al PP. Apunten: inmigración, educación, lucha contra la ocupación, declive del mundo rural, sanidad, ley trans e incluso la guerra del agua. Es decir, promete disputar al PSOE todo lo que Rajoy y sus antecesores no se atrevieron.

El escenario se mueve y todos, aunque no lo reconozcan, saben que este ensanchamiento del terreno de juego se produce por la ruptura de los viejos dogmas y consensos. Entonces, cabe preguntarse quién ha impulsado estos cambios y ha logrado estas pequeñas victorias. La respuesta es sencilla.

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