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El país donde la mentira no paga – Por Agustín Laje

aguslajePor Agustín Laje
Director del Centro de Estudios LIBRE

La verdad es un valor que resulta inseparable del sistema democrático. No porque la democracia asegure el prevalecer de la verdad, sino porque, simplemente, aquélla pone en manos del pueblo los instrumentos necesarios para hacer pagar a quienes hacen de la mentira su principal recurso político.

Una democracia sana, basada en la verdad, implica altos costos para los políticos mentirosos. “¡El pueblo quiere saber de qué se trata!” constituyó una frase anónima inmortalizada en nuestra historia nacional, que corresponde a tiempos de la Revolución de Mayo y que puede bien representar la sed de verdad de un espíritu democrático. “¡El pueblo quiere más relato!” es una frase inexistente en la historiografía de nuestro país, pero que bien podría resumir hoy día, al contrario de aquélla, el espíritu de un pueblo subyugado por la demagogia populista.

¿Quién determina en una democracia, entonces, en qué grado la mentira tiene o no un costo político? Pues no otro que los ciudadanos; aquellos que, periódicamente, tienen el derecho de amonestar en las urnas a los mentirosos. Pero como todo derecho, el mismo puede ser o no ser ejercido; y cuando no se ejerce en este sentido, los costos políticos de la mentira van decreciendo hasta desaparecer. Los políticos sencillamente no encuentran que las mentiras afecten su caudal de votos sino que, probablemente, ocurra todo lo contrario.

Esta y no otra cosa es lo que ha sucedido en la Argentina desde el regreso de la democracia y, en especial, en los últimos doce años de populismo kirchnerista. La licencia para mentir fue otorgada a los políticos por el propio pueblo que premió en las urnas, una y otra vez, la mitomanía política de su dirigencia. Y tras esa mitomanía, el derrumbe democrático resultó inevitable, pues no puede haber democracia sin transparencia.

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Así, ahora nos enteramos que Argentina es el país que está por debajo del 5% de pobreza según la Presidenta de la Nación y su jefe de Gabinete −encontrándose en una situación más auspiciosa incluso que países como Alemania−, aunque el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) haya revelado hace no mucho que, según sus estudios, la pobreza en nuestro país asciende al 27,5%, al tiempo que para el Instituto Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) el 36,5% de la población se encuentra bajo la línea de pobreza.

Así, Argentina es también el país en el cual “la inseguridad es una sensación” según el inefable Aníbal Fernández, aunque los datos que maneja el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo indiquen que nuestro país es el más peligroso de todo América Latina en términos de cantidad de robos por habitante (973,3 asaltos cada 100.000 habitantes), y aunque los datos oficiales sobre la cantidad de homicidios anuales se hayan dejado de publicar desde 2009 por su marcada tendencia ascendente.

Así, Argentina es también el país del INDEC, ese instituto gubernamental dedicado a la mutilación estadística, hazme reír del mundo entero, que durante tantos años ha tratado de tapar el sol con la mano, alegando guarismos inflacionarios completamente absurdos que cualquier ama de casa mes a mes podría refutar, y llegando a afirmar que los argentinos podían comer con tan sólo $6 diarios.

Así, Argentina es también el país de Cristina Fernández de Kirchner, esa Presidenta cuya fortuna declarada asciende a los $55.304.793 y que, en una tomada de pelo colectiva, nos explicó a todos los argentinos que había amasado semejante cantidad de dinero gracias a haber sido “una abogada exitosa”, aunque es sabido por testimonio del ex vicegobernador de Néstor Kirchner, Eduardo Ariel Arnold, que en el estudio jurídico de su esposo Cristina no obraba como abogada sino simplemente como procuradora; y es sabido, además, que Cristina pasó la mayor parte de su vida laboral trabajando en la función pública.

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Así, Argentina es también el país de los Derechos Humanos y el negociado setentista; es el país donde la desocupación se esconde detrás de subsidios, planes sociales y empleo público improductivo, que es algo así como esconder los síntomas de una grave enfermedad con un analgésico; es el país del “cepo cambiario” que no es “cepo”, a pesar de que la venta y compra de dólares esté reservada, como un privilegio, sólo a los que más tienen;  es el país de la recesión que no es recesión, sino “desaceleramiento del crecimiento”; es el país de los inconclusos casos de CICCONE, de Skanska, de las valijas de Antonini Wilson, de Sueños Compartidos, de la tragedia de ONCE, de la “ruta del dinero K”, del fiscal que asesinaron por investigar un presunto pacto argentino-iraní, entre tantos otros casos que ya ni recordamos.

Así, Argentina es el país donde la mentira no tiene costo político. Y no lo tiene no porque su dirigencia política sea intrínsecamente mitómana. No lo tiene porque el pueblo ha avalado la mentira como forma de hacer política en las urnas. La pregunta que queda planteada es: ¿Seguiremos aprobando la mentira en octubre del corriente año?