Mar. Mar 19th, 2024

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El kirchnerismo, acorralado por una crisis brutal, sale a buscar símbolos. Por Karina Mariani

El kirchnerismo enfrenta las dolencias de su gestión como quien saca el agua del Titanic con una cucharita. Terminando el año, la crisis económica se palpa en cada ámbito, en cada casa, en la calle. La lamentable gestión de la Covid funcionó como esas drogas de pésima factoría que otorgan una sensación extática inmediata y que duran la nada. El Gobierno supo tener altísimos índices de popularidad apenas implementada la cuarentena. La promesa era preparar el sistema de salud, pero eso no ocurrió y para colmo el encierro y el parate terminaron por quebrar la economía chamuscada. La popularidad se vino en picada, como el resto de los números y tras cartón, también se agravó todo índice relacionado con el la pandemia, situando al país entre los primeros lugares de quienes peor lo han hecho, triste ranking.

Frente a este panorama, el presidente sólo atinó a huir hacia adelante mes tras mes, renovación tras renovación del confinamiento que ya es eterno. La caída económica es brutal y el kirchnerismo no acostumbra a gobernar en austeridad, es decir: el ajuste no es lo suyo. La base electoral se inquieta y la paciencia de la araña no es de chicle. Así que el gobierno ha decidido hacer lo que mejor le sale: construir simbología.

Los votos y la épica militante pertenecen a la vicepresidente (dos veces presidente) Cristina Fernández de Kirchner y, en proporción muy desigual, orbital el presidente y su débil conglomerado

En los albores del kirchnerismo, otro accionar simbólico forjó los lazos con un relato setentista que le dio, hasta la fecha, pingües réditos. Si bien el matrimonio Kirchner jamás había mostrado la más remota inclinación por la problemática de los DDHH ni había tenido la menor muestra de valentía durante el proceso militar, bastó con que Néstor Kirchner hiciera bajar, años después, el cuadro de Videla para ganarse la devoción y fidelidad de un sector que le perdonó, de ahí en más, cualquier cosa. Esa sagacidad para la construcción simbólica es de cuidado, sobre todo si se quiere analizar el complejo rompecabezas que es el ejercicio del poder político actual y sus alcances.

Actualmente el poder en Argentina se distribuye de forma compleja. Los votos y la épica militante pertenecen a la vicepresidente (dos veces presidente) Cristina Fernández de Kirchner y, en proporción muy desigual, orbitan el presidente y su débil conglomerado de alianzas y funcionarios. Si bien Alberto Fernández hace toda clase de gestos para congraciarse con Cristina, sus fracasos son un estigma que la daña. En dos oportunidades la vicepresidente dejó este estigma de manifiesto, eligiendo la vía epistolar para despegarse de la esquiva suerte del presidente: a fines de octubre difundió una carta en su cuenta de Twitter, llamando a sellar un acuerdo con los sectores políticos, económicos, sociales y mediáticos para combatir el problema de lo que describió como: economía bimonetaria. Con esta misiva reconocía que el dólar era un problema que no podían resolver y que con ellos solos no alcanzaba.

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Lo alarmante de la carta de octubre fue que ni se consultó ni se consideró al presidente, cuya gestión fue insultada con conceptos como que “los funcionarios no funcionaban” repartiendo palos de opinada sutileza mientras dejaba al presidente plantado en los actos conmemorativos de la muerte de su marido: “Nos guste o no nos guste, esa es la realidad y con ella se puede hacer cualquier cosa menos ignorarla”, escribía Cristina.

Nuevamente hace poquísimos días la presidenta usó una carta como daga. Esta vez, mientras el ministro de Economía, Martín Guzmán, negociaba un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Guzmán necesita un préstamo para saldar los vencimientos de otro préstamo del FMI, el que otrora se le entregará a Mauricio Macri. Para esto tiene que mostrar que tiene alguna forma, aunque sea ficcional, de pagarlo, y la maquinita de imprimir está que arde, así que no queda otra: hay que ajustar.

Por eso y aún con la cuarentena vigente han debido suspender el IFE, que era un subsidio al parate y al mismo tiempo suspender el auxilio a las empresas que no pueden pagar sueldos. En paralelo se descongelan las tarifas y recorta la obra pública. Al sistema previsional, el gobierno le asestó mortal guadañazo. Un ajuste puro y duro hecho por un kirchnerismo acostumbrado a regalar. Las fechas no ayudan y las elecciones de 2021 están a la vuelta de la esquina. La tormenta perfecta.

Bueno, de esa tormenta se quiso despegar la vicepresidente con una nueva descarga de munición epistolar, esta vez firmada por los senadores peronistas, que es lo mismo que decir que la dictó Cristina. La carta se envió directo a Kristalina Georgieva, pasando por arriba a la misión del Fondo y del Ministro de Economía. Allí el kirchnerismo puro se despega de nuevo de las medidas del gobierno y entre críticas al gobierno anterior y al propio organismo se encargan de deslizar que el préstamo correrá una suerte similar a los otorgados anteriormente, dejando a Alberto como único responsable del naufragio del barco nacional. Un Alberto sin liderazgo y sin gestión, una debacle a merced del fuego amigo y del bullying de quienes no quieren quedar asociados al ajuste brutal que se viene.

Ante este panorama, sólo quedaba recurrir al simbolismo que disimule lo agrio del momento. El peronismo tradicional probó con el Día del Militante, tratando de generar una movilización ejemplar. Gastaron mucho dinero y militancia, pero el resultado fue tan berreta que no se habían retirado aún los camiones cargados de sindicalistas y ya el efecto pertenecía al pasado. La otra apuesta escenográfica fue el famoso “impuesto a la riqueza” fruto del despacho del hijo mayor de los Kirchner. Dicen que el impuesto será por única vez, garantía de su perdurabilidad, ya que en Argentina lo provisorio es eterno. Además, el oficialismo ha dicho que lo recaudado financiará proyectos de larguísimo plazo, ¿alcanzará con una sola vez? Se notan mucho las costuras. Cuestión que ni las movilizaciones callejeras ni las apelaciones parlamentarias al resentimiento contra el capital dieron el menor resultado frente al tsunami de miseria.

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Por eso salió a la cancha el simbolismo mayor, el lomo plateado de los símbolos con el que el kirchnerismo planea desterrar de la opinión pública el ajuste ortodoxo: la Ley del aborto. Se trata de una ley que Alberto prometió y retaceó a sus votantes como le vino a su antojo. Pero ahora la cosa se está pasando de oscura: Cristina se despega y lo humilla, la base electoral ya no sabe de qué disfrazarse, el desasosiego que apareja una economía destrozada lo invade, ya no le queda aquella épica de la cuarentena. Para colmo, el aparato del peronismo vislumbra la diáspora. Por eso y con el poroteo de votos aun en duda, el gobierno envió al Congreso la ley que legaliza la interrupción del embarazo. Con esta movida están gastando la bala de plata.

El aborto es un mecanismo de distracción potente, esto es cierto, pero nada garantiza que su efecto, de ser exitoso, vaya a durar los largos meses de campaña electoral en 2021, en plena crisis inflacionaria, recesión y desempleo. Después de todo, se trata de un gobierno con serios errores de diagnóstico. Por ejemplo: pretenden que la recuperación venga del agro y promueven retenciones confiscatorias, impuestos a los patrimonios “altos” que van contra el capital de trabajo, usurpaciones y recurrentemente amenazan con una reforma agraria. Sueñan con un despegue de la industria del conocimiento y al mismo tiempo se encargan de condenar el teletrabajo a muerte, al tiempo que impiden el desarrollo de esa industria con un cepo cambiario autolesivo. Hablan del desarrollo energético mientras se impulsan nuevos impuestos y así podríamos seguir al infinito. La disonancia entre la realidad y el diagnóstico es terrible. Mucho se ha dicho de las capacidades del Presidente como equilibrista, pero esas destrezas no aparecen y en cambio abundan contradicciones e inconsistencias, promesas de imposible realización y ensayos de ortodoxia económica que se avergüenza de admitir.

En los escasos meses que lleva en el Gobierno, Alberto Fernández ha quemado tanto capital político que su limitación narrativa es obvia. Fue contra los comerciantes, contra los jubilados, destrozó a la clase media, ganó la ira de los productores agropecuarios, logró la emigración de empresarios, se alejan los inversores, los sectores de la cultura y el progresismo empieza a enarbolar reclamos y enojos. No sólo no logró unir a los argentinos ni cerrar la grieta, sino que debe sacar de la galera estrategias compensatorias para la tribuna propia. En esa clave se debe leer el apuro por tratar antes de fin de año la Ley del Aborto. Es, de nuevo, una apelación a la política kirchnerista del poder del símbolo. Tanto así, que los muchachos ya sueñan con un virtual empate en el Senado que sea saldado por el voto positivo de Cristina Kirchner. Un galardón final de la izquierda peronista.

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