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El dilema de los Católicos fieles. Por Cosme Beccar Varela    

Fui a misa este Domingo pasado 3 de Febrero para cumplir el precepto de la Iglesia que así lo ordena. Una vez más tuve que oír el sermón del celebrante y una vez más sufrí una lluvia de insinuaciones y hasta de afirmaciones contrarias al buen espíritu de la Fe católica que inducían a la apostasía, o sea, a adoptar las tesis falsas del progresismo modernista que domina actualmente los ambientes de la Iglesia. Recé pidiendo a Dios, por medio de la Santísima Virgen, para que ese efecto corrosivo no se produjera y que los oyentes de ese meloso y viperino sermón no se dejaran influir por él y que permanecieran fieles a la verdadera fe.

Eso era lo mismo que pedir un milagro porque precisamente todos los católicos hemos aprendido desde la infancia a respetar al clero como representante de Nuestro Señor Jesucristo y nos cuesta reconocer que ese carácter, cuando rompen con la fidelidad a la buena doctrina y adoptan una herejía, lo hace el mejor vocero del infierno y su poder salvífico se transforma en un poder de muerte para las almas.

Ocurre que esa deserción del Bien y enrolamiento en las filas del mal no es un suceso ocasional que presencié este Domingo ppdo.: es un fenómeno que se repite invariablemente en casi todas las misas y cuenta con el apoyo de casi todos los Obispos y del mismo Papa, de manera que el católico común (como yo) tiene ante sí la peligrosa obligación de rechazar esos sermones pero también de cumplir con el precepto dominical que le obliga a sufrir el sibilino palabrerío del sacerdote celebrante que predica.

En el caso que menciono al principio de este artículo, se trataba del Evangelio en el que Nuestro Señor Jesucristo predicó en la Sinagoga de Nazareth (San Lucas 4, 16-30) y no sólo fue rechazado por los judíos más cercanos a Él sino que además quisieron matarlo, empujándolo desde lo alto de un precipicio. El sermón del sacerdote eludió comentar el Evangelio y se dedicó a exaltar a Juan Pablo II, uno de los principales actores y promotores del Concilio Vaticano II adjudicándole el «mérito» de la caída del muro de Berlín y de la URSS, sin explicar por qué ni cómo había hecho tal cosa, cuando es evidente que ambos acontecimientos pueden, más bien, ser atribuidos a una maniobra del propio comunismo que desde entonces ha multiplicado la eficacia de su propaganda política y resuelto sus problemas económicos atrayendo inmensos capitales del Occidente supuestamente anticomunista. (Para más explicaciones sobre esta afirmación le ruego leer el artículo Nro 106, publicado el 1/3/2001 en este periódico, titulado “Las metamorfosis del comunismo”, entrando en www.labotellaalmar.com y usando el buscador que aparece en la portada ilustrado con una lupita.)

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Tampoco intentó explicar cómo y por qué convocó, por primera vez en la historia, el 27 de octubre de 1986, a los líderes de las grandes religiones mundiales a una reunión en Asis para dialogar y orar por la paz en un espectáculo chocante en el que el Papa se niveló con toda clase de jefes de distintas religiones falsas dentro de la Basílica de San Francisco, venerable y venerada por estar dedicada a la memoria del grandísimo santo de la pobreza desde la Edad Media hasta que fue profanada del modo que lo hizo Juan Pablo II.

La exaltación del ecumenismo relativista que resulta de ese encuentro organizado por Juan Pablo II quedó insinuada en el sermón elogioso del sacerdote a que me refiero. No lo mencionó pero ensalzó tanto y sin reservas la figura del Papa polaco, que la idea fue transmitida como «sans en avoir l*air». También se contradijo porque elogió el coraje de Juan Pablo II que no temió enfrentar a quienes casi lo mataron de un tiro, comparándolo en eso al del Divino Redentor que enfrentó a los judíos de Nazareth, pero al mismo tiempo dijo que fue un Papa que todos querían y citó el «slogan famoso»: «Juan Pablo Segundo, te quiere todo el mundo». ¿Un Papa que fue una especie de estrellas de los mundanos podía ser comparado con el Crucificado?

No fue así con Nuestro Señor Jesucristo que fue odiado por ser Quien era y por no dejar de increpar a los jefes de la Sinagoga con durísimos calificativos, como «raza de víboras», «sepulcros blanqueados» y otros semejantes. Y advirtió a sus Apóstoles que no tuvieran miedo de ser odiados porque el discípulo no es mayor que el Maestro y así como lo odiaban a Él los odiarían a ellos y con tal hipocresía que alegarían que su odio se fundaba en el amor de Dios.

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En esto imitó al Papa que el mismo Domingo, en su discurso a la hora del Angelus, dijo que «los cristianos deben tener fe en Dios y no en los milagros», como si los milagros no fueran las pruebas que el mismo Dios eligió para atestiguar la veracidad de la enseñanza de Su Hijo, el divino Redentor. Nuestro Señor hizo innumerables milagros en Su vida pública y sólo se negó a hacer milagros «a la carte» cuando vió que quienes los pedían eran judíos empedernidos que ni con milagros se convertirían. ¿Por qué, entonces, el Papa en su discurso opone los milagros a Dios? Parecería que quisiera desvalorizar los milagros (a los que ahora llaman «signos») porque las «religiones» falsas no pueden presentar milagro alguno, y en cambio pueden usar la palabra «Dios» y eso permite a los progresistas aceptar a quienes no identifican a Dios con el Divino Redentor como «adoradores del mismo Dios»…

En resumen: los católicos estamos entrampados en un terrible dilema. Por un lado vemos al clero abandonar casi en masa la verdadera doctrina e inculcar machaconamente la herejía modernista-progresista y por el otro, nos sentimos obligados por el precepto de oír misa entera todos los Domingos y fiesta de guardar, además de necesitar los Sacramentos que sólo los sacerdotes pueden dar, especialmente la Confesión y la Eucaristía.

Pero, ¿será que esos sacerdotes solapadamente herejes tienen intención de consagrar el pan y el vino? ¿No será que con nuestra presencia en las misas que presiden y en las que predican estamos «comunicando» con herejes y favoreciendo la herejía?

No sé cuál es la respuesta a esta trágica pregunta, pero me angustia encontrarme frente a ella. Por el momento, creo que lo más seguro es no innovar y aceptar que ni siquiera un Papa hereje puede destruir la Iglesia ni hacer que los templos católicos pasen a ser templos del demonio, salvo que lo digan expresamente, y eso, hasta ahora, Dios no ha permitido que ocurra. Por lo tanto, es prudente seguir aguantando a este clero infiel en los templos de siempre, haciendo continuos actos de fe y rezando para que Dios abrevie estos días de iniquidad.

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