Vie. Abr 19th, 2024

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El circo peronista, ayer y hoy. Por Mario Caponnetto

Corrían los duros y difíciles días de agosto de 1955. Tras la fallida revolución del 16 de junio de ese año, la convulsión social no hacía sino crecer. La persecución religiosa arreciaba y la Iglesia Católica estaba en pie de guerra, mejor dicho, en actitud de viril resistencia a la tiranía. El gobierno peronista, por otro lado, se sentía acorralado por las circunstancias. Era necesario producir algún hecho político que revirtiera la situación a favor del gobierno.

En este marco, el 31 de agosto de 1955, Perón sorprende al país con una teatral renuncia presentada no ante el Congreso, como correspondía legalmente, sino ante la cúpula de la Confederación General del Trabajo (CGT) la que inmediatamente se movilizó hasta la Plaza de Mayo reclamando a viva voz la permanencia del “Líder” en el gobierno. Ante este “pedido del pueblo peronista” y tras una jornada de intensa agitación digitada por los jerarcas sindicales, Perón retiró su “renuncia”. Hacia la caída de la tarde, apareció en su tribuna preferida: el balcón de la Casa de Gobierno, y desde allí, visiblemente ofuscado y fuera de control, pronunció el más incendiario de todos sus discursos. Baste como muestra el siguiente pasaje de aquella vergonzosa pieza oratoria:

“¡A la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor! Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya establecemos como una conducta permanente para nuestro Movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la Ley o de la Constitución, ¡puede ser muerto por cualquier argentino! Esta conducta, que ha de seguir todo peronista, no solamente va dirigida contra los que ejecutan, sino también contra los que conspiran o inciten. Hemos de restablecer la tranquilidad entre el gobierno, sus instituciones y el pueblo, por la acción del gobierno, las instituciones y el pueblo mismo. La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización ¡es contestar a una acción violenta con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”

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Enardecida, la multitud comenzó a gritar la tristemente célebre consigna: “cinco por uno, no va a quedar ninguno”. La guerra estaba declarada. Las palabras de Perón no eran mera pirotecnia verbal. Corrieron rumores, luego confirmados, de que la CGT estaba organizando la formación de milicias populares armadas con el objetivo de sustituir a las fuerzas regulares. La suerte estaba echada y era necesario reaccionar ya sin más demora.

Aquella Argentina de 1955 conservaba todavía fuertes reservas morales. Dieciséis días después de este burdo y trágico paso de comedia, un pequeño grupo de militares y civiles se levantaba en armas en legítima defensa contra una insoportable tiranía. El Jefe de la Revolución era un General retirado, sin mando de tropa y portador de un cáncer terminal, Eduardo Lonardi. Con apenas un puñado de hombres mal armados logró imponerse a las “fuerzas leales”, en Córdoba. El 19 de ese mes, Perón renunciaba (esta vez en serio) y se refugiaba en la Embajada del Paraguay.

Después vino lo que vino. Es historia conocida. La injerencia de las logias masónicas, de sectores socialistas y comunistas, de viejos políticos sin votos, torció el rumbo inicial del movimiento. El resultado: más odio, más violencia y, al final, el triunfo de un candidato con los votos de Perón.

Sesenta y siete años y un día después de aquel nefasto 31 de agosto, asistimos a una nueva muestra del teatro peronista: un atentado contra Cristina Kirchner del que no sólo salió ilesa sino sonriente mientras firmaba autógrafos a los “militantes”, en “vigilia permanente”, frente a su departamento, desde que un fiscal (nombrado por la misma Cristina) osó acusarla de graves delitos de corrupción.

Las imágenes son harto ilustrativas: muestran a un supuesto agresor que, a escasos centímetros (¿cómo llegó hasta allí en medio de tanta “militancia” vigil?), le pasa por la cara una vetusta pistola. Luego, apunta, gatilla, pero ¡milagro!, no sale el proyectil. ¿Por qué? ¿El Ángel de la Guarda de la vicepresidente trabó el arma homicida? Me inclino, esta vez, por una explicación no tan teológica: resulta que los primeros peritajes mostraron que el arma tenía cinco balas en el cargador pero no tenía proyectil alguno en la recámara. Ahora bien, no hace falta ser un experto en armas para darse cuenta de que nadie, decidido a matar, utilizaría un arma vetusta y encima sin proyectil en la recámara.

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Más aún. Parece que un canal de televisión oficialista subió la noticia del atentado cuatro horas antes de que ocurriera. En fin, puro teatro peronista. El peronismo sigue haciendo de las suyas, apela a cualquier medio para mantenerse en el poder o, lo que es peor en este caso, salvar a una desquiciada moral y psicológica de una condena que, de todos modos, de producirse no tendría efecto alguno. Ya sabemos que en Argentina la justicia es parte del problema.

Inmediatamente de producido el “atentado” se anunció por todos los medios que el señor Fernández (alojado en la Quinta Presidencial de Olivos y con permiso de acceso a la Casa Rosada) hablaría por cadena nacional. Lo hizo horas después, acusó a los agentes del odio, puso cara de circunstancias y decretó un feriado nacional para que “el pueblo” pueda acudir “espontáneamente” a la mítica Plaza de Mayo a defender a Cristina y la democracia. ¿Cómo acabará este circo? No lo sabemos.

Pero lo cierto es que esta Argentina de hoy no es la de 1955. Casi no quedan reservas morales. La Patria es, siguiendo la metáfora de Lenin, un paralítico al que basta con asestarle un puñetazo.

No perdemos, empero, la esperanza. Quizás vuelva a soplar en nuestro amado país, un viento arrasador que se lleve toda esta basura democrática; y así, sobre el suelo limpio de tanto estiércol, podamos levantar, otra vez, la Patria Argentina.