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Entre distraídos y feroces tardíos. Por Vicente Massot

Vivimos en medio de la corrupción durante décadas, sin prestarle demasiada atención. Sabíamos, además, hasta qué topes había llegado y cuánto estaba enraizada en el sector público. Sin embargo, el fenómeno parecía no importar demasiado. De ello daban cuenta las distintas encuestas de opinión pública que se cansaron de registrar lo poco que a la mayoría de los argentinos les interesaba el tema. Cuestiones como la inseguridad, la inflación y el desempleo —por citar sólo algunos— revestían en la consideración de la gente una trascendencia que, ni por asomo, tenía la corrupción. En términos generales, en esos años era un valor entendido el famoso “roban, pero hacen”, que dejaba traslucir en forma por demás clara cuál era la prioridad de una sociedad anómica.

A vista y paciencia de todos nosotros, los funcionarios se enriquecían de la noche a la mañana sin rendir cuentas y sin demostrar vergüenza ninguna. Con rarísimas excepciones los jueces federales aposentados en Comodoro Py recibían sobres a fin de mes de un Poder Ejecutivo que compraba —a través de esos suculentos suplementos dinerarios— inoperancia y complicidad. Se robaba a mansalva porque la impunidad estaba a la orden del día. El sistema, debidamente aceitado, demostraba ser a prueba de balas. Los magistrados miraban para otro lado mientras los políticos dibujaban a piacere pliegos licitatorios para sumar a la red delictiva a empresarios de diferentes rubros y calado.

A pesar de que, desde los tiempos de Illia, existía para el enriquecimiento de los funcionarios la figura jurídica de inversión de la carga de la prueba —que en cualquier país medianamente serio, y con jueces independientes de los sucesivos gobiernos de turno, habría bastado para ponerle coto a la inmoralidad pública— aquí el blindaje estaba dado por un fenómeno inmodificable: el nombramiento y remoción de los magistrados resulta patrimonio de la clase política. Como es imposible que el zorro salga del gallinero si se le ha conferido previamente el derecho de administrarlo, la impunidad se halla asegurada.

Los escándalos se sucedían sin solución de continuidad y las denuncias se amontonaban en los despachos judiciales sin que mayormente pasara nada. En los últimos veinte años hubo más de mil denuncias en los juzgados federales. Que se recuerde, tan sólo Ricardo Mazzorin y María Julia Alsogaray penaron días de cárcel por unos delitos que se les imputaron mientras nadie movía un dedo para investigar el enriquecimiento ilícito de los mayores responsables en el arte —viejo como el mundo— de quedarse con vueltos ajenos.

En mayo del año 2003 irrumpió en el escenario político una secta —de las muchas que han nacido del seno peronista— carente de escrúpulos y con una voluntad de ejercer el poder sin otra regla que la voluntad de sus jefes. Mientras fue hegemónico, el kirchnerismo hizo literalmente lo que quiso y fue votado, en 2007 y 2011, por más de 50 % de la ciudadanía. Convertido el gobierno en una máquina de robar, y convencidas como estaban sus autoridades de que se quedarían a vivir en Balcarce 50, obraron como chapuceros a la hora de delinquir. Creyéndose a cubierto de toda inclemencia, los Kirchner hicieron estragos.

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Se habrían salido con la suya si Daniel Scioli hubiese ganado las elecciones. Pero perdió, y entonces se produjo un cambio cualitativo. La misma sociedad a la cual el tema le había tenido sin cuidado por espacio de años, de pronto pareció despertarse y reaccionó en correspondencia con una serie de investigaciones periodísticas que, desde antes de la victoria macrista, habían desnudado el saqueo K. Lo que los cortesanos de Comodoro Py, con la única excepción de Claudio Bonadío, no deseaban ver, Jorge Lanata se lo mostraba por televisión domingo a domingo a millones de argentinos.

En tren de tejer conjeturas respecto a por qué la sociedad que iba en una dirección realizó un giro copernicano y cambió de rumbo tan abruptamente, no es menor el grado de impudicia puesta de manifiesto por los Kirchner. Fue tal su desmesura en medio de invocaciones al progresismo, la igualdad, el anti-imperialismo y la defensa de la soberanía, que la reacción de la gente se correspondió en intensidad con la acción delictiva de aquella administración.

Ahora, desde la Iglesia hasta parte del empresariado han considerado necesario hacer una suerte de catarsis. Los obispos, para atajarse las críticas que corresponden al fallecido obispo Héctor Di Monte y por las sospechas generadas a partir del escándalo protagonizado por José López en el convento de Nuestra Señora del Rosario de Fátima. Los empresarios, con Adrián Werthein a la cabeza, en razón de su servilismo delante del matrimonio santacruceño durante los doce años en que Néstor y Cristina manejaron el país a voluntad.

Los distintos sectores dirigentes de la sociedad argentina pujan por entonar un mea culpa que nadie les ha pedido públicamente; pero que ellos —con buen criterio— consideran indispensable. Con dos excepciones: el sindicalismo y el PJ, que acompañaron con sumisión canina los caprichos, abusos y corruptelas kirchneristas.

En este contexto, hoy miércoles coincidirán en los tribunales Cristina Fernández —citada por el juez Claudio Bonadío— y Jorge Chueco, Daniel Pérez Gadín y Lázaro Báez —que deberán comparecer ante Sebastián Casanello. En los días por venir seguirán el mismo camino otros miembros de la asociación ilícita montada por el kirchnerismo.

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De pronto, como sea, llueven las denuncias que ponen en aprietos por igual a los kirchneristas sospechados y sospechosos y a los magistrados federales que llevan las causas. La situación no deja de ser extraña: viejos amigos que hasta ayer nomás eran partes integrantes de un elenco en donde los roles se hallaban claramente diferenciados —mientras unos robaban los otros se hacían los distraídos— se enfrentan como perro y gato.

La cuestión es que, con base en el cambio de gobierno y de los humores de la sociedad, quienes sobresalieron en el arte de la distracción ahora se han transformado en feroces tardíos. Necesitan hacer buena letra delante de una administración macrista, que los mira de reojo; y de la gente, que con entera razón desconfía de su idoneidad y de su honestidad.

El kirchnerismo no tiene otro recurso más que embarrar la cancha, estrategia que aún no le dio ningún resultado. La sociedad está expectante y desea que los culpables —una bolsa en la cual caben desde la viuda de Kirchner hasta el jardinero de Néstor, en Santa Cruz— vayan presos. Los jueces juegan a quedar bien a dos puntas, tratando de ganar tiempo. Al faltar un interlocutor confiable con el gobierno, su velocidad es la de crucero.

Por fin, está el actor decisivo en toda esta historia: el Poder Ejecutivo. El ministro de Justicia, Germán Garavano, ha insistido en que determinados jueces deberían dar un paso al costado. Si piensa que alguno de ellos renunciará, como lo hizo Oyarbide, es un ingenuo. Todo hace suponer que la investigación que llevará adelante el Consejo de la Magistratura será el comienzo del fin de la carrera de dos o tres de los dueños y señores de Comodoro Py. En este orden, Raúl Canicoba Corral, Sebastián Casanello y Daniel Rafecas deberían poner las barbas en remojo. Pero lo dicho no deja de ser una suposición.

La verdad es que Macri no termina de decidirse respecto de qué hacer con los jueces federales y, a su vez, estos no saben a qué atenerse respecto de la estrategia presidencial en términos de la Justicia.

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