Excepto para un suicida —y no existen muchos en la esfera de la política— cualquiera que se asomase al abismo retrocedería sin dudarlo producto del miedo a caer en el vacío. Es probable que la actitud de Cristina Kirchner, algo más conciliadora respecto del presidente de la Nación, haya sido motivada por el temor de que el escalamiento de una crisis —a la cual nadie parece capacitado para ponerle coto— barriese de la escena no sólo a los funcionarios que ella más detesta, sino a Alberto Fernández y a la administración del Frente de Todos. No hay otra razón válida —susceptible de ser tenida en cuenta— a la hora de explicar su súbita moderación.
Cuando el oficialismo pasaba por su peor momento desde diciembre del año 2019, hete aquí que la inconsulta renuncia de Martín Guzmán lo dejó groggy, al borde del K.O. Por eso sus principales figuras —deponiendo por un momento enconos y odios— decidieron reunirse varias veces en el curso de los últimos diez días, con un doble propósito: dar una imagen —aun que resulte tenue y pasajera— de unidad y, al mismo tiempo, encontrar —si acaso ello fuera posible— un modus vivendi de ahora en adelante. Unidos no por el amor sino por el espanto — como escribió Jorge Luis Borges alguna vez— el jefe del Estado, la vicepresidente y el presidente de la Cámara de Diputados dejaron de lado sus disidencias y se sentaron en una misma mesa.
Todo lo que ha trascendido de esos encuentros son versiones imposibles de confirmar. Está claro que si tomaron la decisión de mirarse las caras en vivo y en directo —cosa que habían evitado durante meses— es porque comprendieron la necesidad de tratar, en la medida de lo posible, de actuar de manera mancomunada. Por lo tanto, se ha abierto un compás de espera entre los integrantes de la fórmula ganadora en los comicios presidenciales de hace dos años y medio. El acercamiento de los Fernández es de suyo provisorio y nadie está en condiciones de asegurar que represente un pacto capaz de sobrevivir intacto hasta las elecciones que se substanciarán dentro de trece meses. Lo que hemos visto es apenas una tregua cuya duración puede ser efímera, si la flamante titular de la cartera de Hacienda no hace pie en las semanas por venir.
Cristina Kirchner no fue quien adelantó el nombre de Silvina Batakis para que ocupase el sillón que dejaba vacío Martín Guzmán, pero cuando fue consultada no ejerció su omnímodo poder de veto. Podría decirse que la estrategia del camporismo en la presente circunstancia ha sido la de desensillar hasta que aclare; o —si se quiere— la de esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos. En este orden de cosas, cuanto suceda desde el día de hoy hasta las postrimerías de septiembre será determinante en punto a la posición que adopte Cristina Kirchner y a la suerte que corra el elenco gobernante, con Alberto Fernández a la cabeza.
Una breve enumeración es la mejor forma de explicarlo: mañana se abre la primera licitación de julio concerniente al endeudamiento en pesos y el jueves se conocerá la inflación de junio, que en el mejor de los casos será de 5 %. El 27 de este mes se llevará a cabo una segunda licitación. Vencen entonces unos $ 500.000 MM. En la segunda semana de agosto tomará estado público el pico inflacionario de julio, que podría sobrepasar el 8 %. Por fin, en septiembre se concentra la mayor parte de los vencimientos. No se requiere ser un vidente para darse cuenta de que en los próximos setenta u ochenta días el oficialismo estará en la cuerda floja, sin red de contención debajo de sus pies.
Si Batakis aguanta el chubasco, es posible que Alberto Fernández pueda vislumbrar un horizonte algo más despejado. De momento se ha quedado casi solo, sin aliados de peso —fuera del movimiento Evita y de Barrios de Pie— capaces de sostenerlo en el caso de que la economía se desbarrancase. Ninguno de los que inicialmente consideraron posible respaldarlo contra los embates de su vice, se cuenta ahora entre su tropa. Los gobernadores peronistas, los intendentes del Gran Buenos del Frente de Todos, y la CGT no están dispuestos a quebrar una lanza en su favor. En cuanto a la Señora y el camporismo no renovarán sus ataques destemplados contra el presidente en tanto y en cuanto la recién instalada ministro de Economía acierte con las medidas que deberá implementar de inmediato. Si no diesen resultado o no marchasen en la dirección que pretenden aquéllos, la tregua habrá durado poco y la pelea se repetirá con mayor virulencia que antaño.
Todo dependerá, pues, de lo que pase en el tercer trimestre que recién se inicia. Completado su equipo, con el aval del presidente y el visto bueno de la vicepresidente, Batakis comenzará en el curso de la semana, ni bien ponga en marcha las recetas que viene de anunciar, a transitar un camino plagado de dificultades. Por de pronto, no tiene la potestad de controlar la reacción de los mercados. Carece de la facultad de generar la confianza imprescindible para que su gestión tenga éxito. Es una funcionaria que de macroeconomía sabe poco —por decir algo— y su elenco de colaboradores no se caracteriza ni por su experiencia ni por su capacidad en el manejo de crisis. La incertidumbre que se palpa hoy en todos lados es imposible de erradicar en el corto plazo y —para colmo de males— imaginar que la desconfianza en el valor del peso vaya a atenuarse en medio de semejante escenario resultaría una ingenuidad. Ni la inflación ni tampoco el alza del dólar le darán tregua. Sólo cuenta a su favor con el hecho de que nadie desea interrumpir el mandato de Alberto Fernández.
El primer discurso de la flamante funcionaria, luego del silencio que mantuvo por espacio de una semana, fue decepcionante. A estar a los lineamientos que adelantó el lunes seguirá el curso que llevaba la gestión de su antecesor en el cargo. Si corresponde ponerle un título a la batería de medidas que anunció, el que mejor le cuadra es Más de lo mismo. Pero si esta es su receta para capear el temporal, difícilmente podrá conseguir lo que se propone: ponerle un freno a la crisis y tratar de recomponer la imagen de una administración que hace agua por los cuatro costados. Más allá de que no manejaba el ministerio que en teoría estaba a su cargo y que sufrió las continuas interferencias del camporismo, Martín Guzmán fracasó porque su programa —si cabe llamarlo así— nació con fallas que nunca pudo remediar. Estaba destinado a fracasar. Con lo cual, si Silvina Batakis repite una receta fallida, sus días también estarán contados. Necesita hacer algo diferente de lo que imaginó el discípulo de Stiglitz, que logre detener el derrumbe. No tiene demasiado tiempo por delante.
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