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De cara a 2017. Por Vicente Massot

Las expectativas que hace un año, recién comenzada la gestión presidencial macrista, se forjaron sus principales integrantes respecto de cómo completarían los primeros doce meses de gobierno, no se corresponden con la situación actual. La síntesis y balance están caracterizados por los claroscuros. Hubo logros —algunos que merecen el calificativo de notables— y, a la par, fallas, tal como sucede en todas las administraciones políticas. Eso sí, nada que presagie tempestades o que le haga perder el sueño a quienes imaginaron, si no venturas, por lo menos un panorama menos complicado que el presente.

El anticipo de un segundo semestre en el que daría comienzo el ciclo virtuoso de la economía fue en parte un producto propagandístico pero, al propio tiempo, una convicción que anidaba en la mayoría de los funcionarios de Cambiemos. Como pronóstico, resultó fallido en lo que hace a la reactivación que sigue haciéndose rogar. No así en lo concerniente a la espiral inflacionaria. Es posible que 2017 cierre con una inflación dentro del rango planeado por el Banco Central. Pero aun en el caso de que esa meta no pudiese cumplirse, nadie espera un escenario en donde el costo de vida se desmadre. La inflación, aun cuando no haya sido domada en forma definitiva, ha dejado de ser la principal asignatura pendiente. Ese lugar lo ocupa la recesión y lo cierto es que el oficialismo no tiene todo el tiempo del mundo para ofrecer resultados contundentes en la materia.

El año a punto de dar comienzo girará en torno de un solo eje: el de los comicios que habrán de substanciarse en el mes de octubre. Ello significa que, a más tardar en marzo y como fecha límite fines de agosto, el bolsillo —la víscera más sensible de los argentinos, al decir de Juan Domingo Perón— deberá ser satisfecho con base en un crecimiento de la actividad económica. Entiéndase bien: no bastará un índice estadístico que dé cuenta de una mejora en el PBI. Esa mejora es menester que la gente la perciba en carne propia. En caso contrario resultará insuficiente.

De momento hay una correspondencia entre las expectativas gubernamentales y las esperanzas de por lo menos la mitad de la población. En los despachos oficiales y en una parte considerable de la sociedad existe la esperanza de que la situación cambie para bien. Junto a la desunión del peronismo, la confianza de que las condiciones laborales y salariales serán mejores a partir de 2017, resultan las dos ventajas más notorias con las cuales cuenta Mauricio Macri. Política una y psicológica la otra, ambas han acompañado el primer año de su gestión.

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Si se considera peronistas a los seguidores de Cristina Fernández, a la mayoría del massismo y a los saldos y retazos de la ortodoxia, casi podría darse por descontado que llegarán a las elecciones separados. Nadie se animaría a decir en cuántas facciones y, a la vez, nadie apostaría por la unidad. La ventaja política de Cambiemos, pues, difícilmente vaya a desaparecer. Entre los agravios, los celos y diferencias de carácter ideológico que arrastran las banderías justicialistas, y las distintas urgencias que aquejarán a los protagonistas —mientras Rodolfo Urtubey, por ejemplo, arriesgará poco y nada en las urnas, Sergio Massa pondrá en juego su capital político— parecen destinados a prolongar la interna sin solución de continuidad.

La reactivación económica, en cambio, no está asegurada. Por lo tanto, la ventaja que hasta aquí ha tenido el gobierno, producto de la confianza depositada en un 2017 claramente mejor, podría desvanecerse antes de la puja electoral si los números no se compadeciesen con las ilusiones de la gente. Se dirá que el análisis se resiente por un excesivo economicismo. Ello sería cierto y cabría cargar en la cuenta de quien esto escribe un pecado reduccionista, si los reclamos de la sociedad fueran de carácter institucional o hicieran hincapié en los temas relacionados con la trasparencia de la clase política. Pero en cualquiera de las múltiples encuestas de carácter cualitativo que se conocen desde hace tiempo, lo primero que salta a la vista son las preocupaciones en punto al empleo, el consumo y el salario. En octubre decidirá el bolsillo.

Así como la permanencia de la ventaja de índole política no ha dependido hasta el momento ni dependerá en el futuro de los aciertos u errores de la administración de Cambiemos, sino de la decisión de los sectores peronistas con alguna entidad de dejar de lado sus reyertas y privilegiar la unidad —-algo que en teoría luce posible y en la práctica parece improbable—, mantener la ventaja de una sociedad esperanzada, a pesar de los rigores sufridos este año, dependerá enteramente del plan económico puesto en marcha en diciembre de 2016.

En este orden de cosas, el macrismo tendrá alguna libertad de acción para formular las políticas públicas que desee, pero siempre condicionado por la estrategia gradualista que eligió. Dicho de manera diferente: podrán los múltiples funcionarios encargados de la hacienda pública fijar pautas de acción en términos de precios, salarios, tipo de cambio, reembolsos y giros a las provincias, sin la posibilidad de salirse del corralito gradualista que escogieron, en parte por considerar que no estaban dadas las condiciones sociales para implementar una terapia de shock y en parte porque el macrismo es, por naturaleza, asustadizo.

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Lo expresado antes no significa que las cartas se hallen echadas. No hay un libreto que, a priori, sea mejor que otro. A veces conviene obrar un giro copernicano y a veces —conforme al célebre apotegma del Mostaza Merlo, cuando dirigió en 2001 al Racing campeón— ir paso a paso. El gobierno se inclinó por no saltar escalones y, al hacerlo, clausuró la posibilidad del shock. ¿Hizo bien? Eso no quedará definido hasta promediar el año que viene. Pero una cosa está fuera de duda. Si en el camino que todavía le falta recorrer hasta los comicios del mes de octubre se diese cuenta de que la receta gradualista no alcanza para colmar las expectativas populares, carecerá del tiempo suficiente para cambiar de plan. Las posibilidades que, en dos momentos bien distintos de nuestra historia reciente le permitieron a Raúl Alfonsín desembarazarse de Bernardo Grinspun y convocar en su lugar a Juan Vital Sourrouille, y a Carlos Menem despedirlo a Antonio Erman González y llamarlo a Domingo Cavallo, están fuera del alcance de Mauricio Macri.

En este contexto —que no sufrirá modificaciones por una renuncia más o una renuncia menos— se conoció ayer la remoción de Alfonso de Prat–Gay. Si bien no era un secreto a voces, la relación del hoy ex–ministro con los hombres de la Jefatura de Gabinete —Marcos Peña, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui— estaba astillada desde hacía rato. La renuncia fue una sorpresa para todos y quedó flotando la sensación de que, más allá de las posiciones antagónicas enarboladas por unos y otros, hubo algún incidente —aún desconocido— que movió a Macri a pedirle la renuncia, sin anestesia.

Como quiera que haya sido y por importante que fuese Prat–Gay, los mercados no se salieron de cauce ante la noticia. Quedó en evidencia —por si faltasen pruebas— que el presidente considera el manejo colegiado de la economía una suerte de non plus ultra. Cuanto mayor, mejor. Si había nueve funcionarios con incidencia en el manejo de la ciencia de la escasez, ahora se sumó otro más en virtud del desdoblamiento de Hacienda y Finanzas.

Respecto de la partición del viejo Ministerio de Economía en tantas carteras, conviene repetir lo dicho en torno al gradualismo y el shock. No está escrito que un Cavallo lleve ventajas o desventajas sobre diez Cavallos. La cuestión es si éstos serán capaces de actuar con capacidad, cohesión y coherencia. Están puestos a prueba.

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