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Argentina, agotada de malos gobiernos. Por María Zaldívar

Tras las elecciones primarias del domingo 12 de septiembre llevadas a cabo en la Argentina, en las que el oficialismo sufrió un duro revés perdiendo en casi todos los distritos, el país quedó sumido en un terremoto político impulsado por la propia vicepresidente Cristina Kirchner.

Casi de inmediato, luego del reconocimiento de la derrota, la endeble coalición de gobierno que encabeza Alberto Fernández implosionó. No es un secreto que en 2019 él fue elegido por la ex presidente para encabezar la fórmula ante la certeza de que su figura tenía un nivel de rechazo tan alto que sería imposible de otra forma obtener los votos suficientes para volver a conducir el país. Así fue como Cristina Kirchner se avino a resignar el primer lugar en el binomio en favor de Fernández. El lugar pero no el poder.

El año y medio posterior se desarrolló en medio de una fricción permanente. Cristina Kirchner, lejos de colaborar en la gestión, fue siempre una crítica implacable. Su única preocupación es la compleja maraña judicial que la asfixia y que sigue sin resolverse. Le factura al presidente no haber dedicado el esfuerzo necesario para cerrar las numerosas causas que la involucran, acusación injusta ya que no es facultad del poder ejecutivo ordenar medidas al judicial, por más permeable que sean los jueces argentinos a los vaivenes y recambios políticos. Además, todos los cargos ejecutivos que guardan relación con la delicada trama judicial que ella enfrenta fueron cubiertos por kirchneristas incondicionales, de modo que los guardianes de sus intereses no son de la rama “albertista”.

A ella le obsesionan los procesos propios y los que involucran a su hija, la única de la familia sin fueros, a quien mantuvo a salvo del largo brazo de la justicia instalándola en Cuba durante casi dos años, un reducto absolutamente amigable para el kirchnerismo.

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Desde la misma asunción de la dupla, en diciembre de 2019, se vivió una calma tensa. Cristina Kirchner no nació para estar callada y menos para ser segunda de quien ella considera un inferior que, además, se había cansado de denunciarla en público por corrupta y cómplice del vergonzoso acuerdo que la Argentina firmó con el terrorismo islámico. Fernández no ahorró adjetivos para describir lo que él consideraba una conducta patológica.

Hoy, Cristina Kirchner lo hace responsable del magro resultado de las recientes primarias y no reconoce que estos dos años son producto del vano intento del presidente de caminar entre la moderación que le hubiese gustado aplicar y la radicalización que pretenden los K. La receta fracasó. Para ella todo fue poco.

En el mientras tanto, justo es reconocerlo, Fernández hizo todo mal. El manejo de la pandemia fue espeluznante: paró y encerró al país por un año; se dejó arrastrar por su vicepresidente a cerrar un acuerdo con Rusia para la compra de vacunas que llegaron tarde y a cuenta gotas; permitió un sistema de vacunación privilegiada para elegidos del poder y le otorgó un negocio mega-millonario a empresarios amigos para la producción nacional de vacunas que siguen sin aparecer. Como resultado de semejante desastre, la Argentina registra más de 114.000 muertos por covid y contando.

La economía, que ya venía averiada, se desplomó a niveles escandalosos; el registro de pobres escaló, en números redondos, al 50% de la población. Uno de cada cuatro niños no come lo necesario y al suspender la escolaridad que, en las últimas décadas se transformó en una red de contención del hambre, clausuró una herramienta de salvataje en tanto las escuelas mutaron de establecimientos educativos a comedores. Tal es la envergadura de la marginalidad, que cuando un alumno falta a clase, un familiar pasa por el colegio a retirar la ración de comida que le hubiese correspondido.

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La Argentina de 2020 desnudó las enormes desigualdades que la política económica deficiente y populista de clientelismo aplicada alimentó por décadas. Quienes se pueden proveer de medicina y educación privados, comieron, mantuvieron la escolaridad y fueron atendidos de covid y de otras dolencias. Los que dependían del estado, no tuvieron tanta suerte. Los que contaron con medios económicos para viajar a los Estados Unidos a vacunarse, estuvieron protegidos; el resto, no tanto; padecieron demoras e incertidumbres varias.

Lo cierto es que ésta es la primera vez que el peronismo debe administrar escasez. Sin financiamiento externo, el plan económico es más impuestos y la máquina de hacer billetes trabajando a destajo, con una consecuencia previsible: tanto papel pintado en la calle genera una inflación solo comparable con la de Venezuela. La gente se empobrece a diario mientras Cristina se pelea con Alberto. La Argentina está en manos de una banda de psicópatas, sin rumbo y con una oposición timorata que no termina de mandar a la población un mensaje tranquilizador.

Faltan pocas semanas para las elecciones de medio término en las que el kirchnerismo está al borde de perder su hegemonía legislativa. Pero los días en Argentina se cuentan por minuto. Para llegar a esa bocanada de aire fresco habrá que transitar este tembladeral provocado por el kirchnerismo.

Es clave la posición que adopte el hijo de la ex presidente. Máximo Kirchner, que aprendió cinismo del padre y de la madre, es probable que no comparta el modo con que su madre pretende dinamitar la presente gestión. De ser así, sus soldaditos de La Cámpora no atizarán el fuego (de hecho hasta ahora están quietos).

Crisis auto infligida con final abierto para una Argentina agotada de malos gobiernos y de malas noticias.

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