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A 45 años del calvario y asesinato del coronel Larrabure. Por Alfredo Serra

«Privado de mi libertad, me encontré en un refugio húmedo, sin luz natural, lejos de ruidos y celosamente custodiado por encapuchados cuyos cambios de guardia constataba por el calzado que usan, o por las manos (…) Mis ‘benévolos captores’ me inyectaron un alucinógeno, y cuando horas más tarde desperté, me encontré el otro abyecto canil (…), aturdido, tendido en un camastro, mi cabeza llena de zumbidos, mis ojos pesados, sin poder entreabrirlos: la luz de un tubo fluorescente hería mi retina».

(Del diario del coronel post mortem Argentino del Valle Larrabure, 12 de agosto de 1974)

Ataque y captura

El sábado 10 de agosto de ese año –gobierno de Isabel Perón–, guerrilleros del ERP(Ejército Revolucionario del Pueblo) coparon el motel Pasatiempo, primer paso para el ataque a la Fábrica Militar de Pólvoras y Explosivos, Villa María, Córdoba.
A la una de la mañana del domingo 11, mientras en el casino de oficiales estaba por terminar una cena del personal –mayoría de civiles–, el soldado conscripto Mario Pettigiani, estudiante de arquitectura, cortó con una pinza el alambrado que rodeaba la fábrica, y entró por esa brecha un comando de 70 «erpianos» armados.

Uno de ellos preguntó por el director de la fábrica, teniente coronel Osvaldo Guardone, ausente, en su casa, dentro de la misma instalación militar. Fueron entonces por el subdirector, mayor Larrabure –estaba con su esposa, María Susana de San Martín–y el capitán García, ingenieros químicos, los secuestraron y los llevaron hacia un vehículo. García intentó fugarse, pero lo hirieron gravemente y lo abandonaron. En el breve combate murió un policía, hirieron a 7 militares, y los atacantes robaron 120 fusiles FAL, otras armas, y explosivos.

Larrabure fue encerrado en una celda, debajo de una mercería: Garay 3254 esquina pasaje Bariloche, barrio Bellavista, Rosario.

Nunca más saldría de allí hasta su muerte: 19 de agosto de 1975, a los 372 días después de su secuestro, y a sus 43 años. Su cuerpo, envuelto en una sábana y una frazada, fue arrojado a un zanjón, cerca del cruce de la avenida Ovidio Lagos y la calle Muñoz.

El calvario

Con precisión matemática, en su diario, que escribió desde el principio de su cautiverio hasta el 3 de enero de 1975 y vendido por un guerrillero a la revista Gente en 1977, así describió su celda: un miserable y típico hoyo que la guerrilla llamaba «Cárcel del Pueblo».

«Aprecio que mi celda es una excavación porque carece de ventanas y una de las paredes laterales está burdamente revocada a cemento. El frente es de idéntica composición. El contrafrente es una pared de ladrillos huecos y una reja de aproximadamente 40 por 60, y el costado una divisoria de madera compactada. Dos tubos de plástico negro de unos dos centímetros de diámetro conectan con el exterior y permiten la aireación mediante un extractor eléctrico cuyo funcionamiento depende de mis captores. Padezco la terrible desventura de que deje de funcionar (…) y el aire húmedo y enrarecido aumente el asma que quebranta mi fuerza física».

Y también arriesgó a definir a sus captores como «medrosos, pusilánimes, valientes en las sombras, impulsivos, cortantes y autoritarios».
Palabras que no pudo usar en las cartas a su familia, por temor a mayor castigo del que recibía: periódicas sesiones de tortura.

Sus captores quisieron intercambiarlo por guerrilleros del ERP . La presidente Isabel Perón se negó: no negociaría con terroristas.

Ni días ni noches

Sigue el diario:

«Estoy confundido. Quiero ordenar mis ideas. No sé de noches ni de días. Las horas no están marcadas por reloj. Me son dichas por mis ‘piadosos’ carceleros encapuchados y por Radio Rivadavia, que ellos sintonizan y me hacen escuchar mientras me vigilan. Aquí, en este maldito subterráneo, en esta odiosa ratonera, me privan de percibir el día por el sol, por la luz, por el volar de los pájaros, por el cielo celeste y diáfano (…) ¡Oh Dios, ¿podré un día encandilar mis ojos y palpitar mi corazón agitadamente junto a mi amada esposa, hijos y demás queridos? Me han dado un lápiz y borradores, y ya he confeccionado mi propio calendario…».

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Canje de libros

«Mis carceleros me han brindado entrevistas para hablarme de política. Por supuesto, de política revolucionaria empapada de Mao Tse Tung, Regis Debray, Giap, Ho Chi Minh, Guevara y demás. Les he expresado que mi formación es eminentemente técnica, no siento vocación, y prácticamente me fastidia la política (…) Persisto en mi poco apego a tales estudios, e insisto en que deseo libros de matemáticas, física y química. Afortunadamente me hacen llegar libros de matemáticas (…) Este vivir sin querer vivir me hace volcar a diario profundas meditaciones. Ellas me reencuentran con Dios, en quien deposito mi esperanza y me someto sumiso al destino que me dé».

Médico no: verdugo

«Muy pronto, como consecuencia de la primavera, hay en mi canil un gran porcentaje de humedad, y mi crónica afección asmática se ve recrudecida. Son solícitos en prodigarme asistencia médica. Un galeno con capucha viene, me ausculta y realiza una prolija revisación. Le indico con sumo detalle otras dolencias físicas que me atormentan en el cautiverio: constantes dolores de cabeza, ardor estomacal, continuos deseos de orinar y un insomnio cruel que lacera mis quebrantados nervios (…) En un instante en que el carcelero no observa, llevo a la mano del doctor un mensaje escrito en el envase de cartón de un medicamento: ‘Por favor, doctor, hable a Buenos Aires, al número…, y diga que estoy bien’. La capucha asiente afirmativamente (…), pero pude ver sus ojos: un hombre carente del sentido de piedad. Un hombre con cualidad de verdugo, nacido para manejar el hacha que secciona cabezas en el cadalso».

¿Libertad a qué precio?

«Un encapuchado me visita y me dice:

-Mayor, no se desespere y no trate de quebrantar su prisión. Usted permanece en la Cárcel del Pueblo porque el ejército al que usted pertenece lo ha abandonado.

–No estoy abandonado. Mi ejército no me abandonará jamás.

–Usted tiene una evidente inestabilidad emocional, pero puede lograr su libertad.

–¿A cambio de qué?

–Usted es especialista en armas y explosivos. Acepte trabajar como asesor para las fábricas de nuestra organización, y será libre.

–Por ese precio, no.

Y escribo en mi diario: ‘de hijo mal parido sería trocar este mísero encierro por una libertad física, mientras mi alma se envilece en el fango de estos miserables'».

Morir de pie

«Hago gimnasia moviendo mis brazos y piernas en flexiones interminables, pues quiero fatigarme. La fatiga me prodigará el sueño. Pero a pesar de ello no puedo dormir y debo recurrir al carcelero para que me facilite un barbitúrico. Me entrega un Valium de cinco miligramos. Solamente con la ayuda de esta droga logro conciliar algunas horas de sueño profundo y relajado (…)».

«Calladamente rezo pidiendo a Dios que no me abandone en una locura humillante. Quiero morir como el quebracho, que al caer hace un ruido que es un alarido que estremece la tranquilidad del monte. Quiero morir de pie, invocando a Dios, a mi familia, a la Patria, a mi ejército, a mi pueblo no contaminado con ideas empapadas en la disociación y en la sangre (…) Siento la laxitud de haber captado un mensaje de despedida de un ser muy querido. Quizá mi esposa, mi madre, mis hijos, mis hermanos… Estoy seguro, convencido, de que un hecho luctuoso abate a mi familia».
(Nota: ese día murió Carmen Conde, su madre)

El día final

«El cuatro de enero, sorpresivamente, sentí voces de mi hija, salí en su búsqueda, y me encontré con tres hombres y una mujer joven que hablaban en una habitación. Les vi las caras y la contracción de sus mejillas, su palidez ante el peligro que supone la presencia de un hombre cautivo que los encuentra desarmados. Pude pegar, rompí un vidrio, pero fui desvanecido por mis siniestros carceleros, y cuando desperté estaba maniatado de pies y manos en mi camastro. Así permanecí durante tres días en los que, con más severa vigilancia, se me desataba para alimentarme y usar mi inodoro portátil (…) Me sentí afiebrado. Me brindan asistencia médica, y luego de ese…»

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(El diario se interrumpe. Poco después, el cautivo fue torturado y asesinado. Tal vez ante un último intento de sus secuestradores: libertad a cambio de trabajar para sus filas)

En el nombre del padre

En la primera carta que Larrabure envió a su familia desde el pozo en que estuvo cautivo, fechada el 22 de octubre de 1974 –y en varias más–, los destinatarios son «Marisita, Susanita, Arturito, Jorgito y Nita». En ese orden, son su madre, sus hijos Susana y Arturo, y Nita y Jorgito, madre e hijo de la empleada de la casa. Uno de ellos, Arturo Cirilo Larrabure –60 años, licenciado en Investigación Operativa aplicada a la Informática, cinco hijos (todos profesionales)-, tenía apenas 16 años cuando su padre fue secuestrado. «Y como hijo varón tuve que asumir un rol que nadie quiere a esa edad: jefe de familia», dice al principio de la entrevista con Infobae:

-¿Cómo recibió la noticia de la muerte?

–Ya estaba en los medios, y había un runrún: «Un cadáver que parece ser el del coronel Larrabure».

-¿Qué recuerda de esos 372 días de cautiverio?

-La esperanza de su liberación…, pero la sospecha de que eso terminaba mal.

–¿Algún indicio claro?

–El deterioro de su letra. De buena caligrafía las primeras, y de rasgos muy diferentes las últimas.

-¿Hablaba de muerte?

–Nunca quiso que sufriéramos. Nos preparó para ese momento con hidalguía, orgullo, honor. Para el buen combate bíblico.

-¿Su rasgo más admirable?

–Sus dos consejos: perdonó a sus asesinos y nos dijo «no odien a nadie: respondan la bofetada poniendo la otra mejilla».

–¿Por qué se llamó Argentino del Valle?

–Argentino, porque mi abuelo dijo «será un hombre para la Patria», y del Valle, por una promesa de mi abuela a esa Virgen.

–¿Otra frase que lo define?

–»Aun el peor gobierno democrático es mejor que un golpe dado por las fuerzas armadas».

–¿Cómo lo crió?

–Me marcó mucho su visión del estudio: «Se trata de horas-silla. Tenés que calentarla, concentrarte, superarte. Sólo a través del estudio hay progreso». Èl vivía rodeado de libros.

–¿Cómo fue la vida de su madre al quedar viuda?

–Muy difícil. No quedó bien. No quería comer: quería morir. Y se fue de este mundo a los 69 años.

–¿Lo peor después de su muerte?

-La llegada de los Kirchner. Llevábamos treinta años con la serenidad que da el paso del tiempo, pero ellos fueron como sal en la herida.

–¿Algo que aún lo emociona?

–Mi padre cantaba el himno mientras lo torturaban.

–¿Un gran dolor?

–Que su muerte no haya sido considerada crimen de lesa humanidad. Fue mi tercera batalla: la judicial. Una larga serie de fallos vergonzosos, vergonzantes e ideologizados. El caso está en el estrado superior: la Corte Suprema. Y si no hay fallo favorable, iré a las cortes internacionales.

–¿Cree en la teoría de que su padre se suicidó?

–Absolutamente no. Está probado.

La primera autopsia dictaminó «muerte por estrangulación». El profesor Paul H. Lewis, experto de la Tulane University, New Orleans, escribió: «Larrabure estaba en medio de un canto cuando sus captores lo estrangularon con un cable y, moribundo, recibió un golpe mortal en el cráneo». Otras opiniones: «Con su salud quebrantada y en el límite de sus fuerzas, es casi imposible que se suicidara».

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