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El pacifismo alcahuete y la posguerra antisubversiva. Por Nicolás Márquez

Recuerdo que en marzo del año 2011 estando yo unos días en Bogotá, fui invitado a la Universidad Javeriana a dar una charla a alumnos de derecho de quinto año, cuyo tema a tratar era la guerra antiterrorista que vivió la Argentina en los años 70´ y la posterior guerra jurídica que la guerrilla derrotada le inició a las Fuerzas Armadas victoriosas.
En la clase en cuestión intenté en todo momento explicar que en Argentina los Montoneros y el ERP eran algo similar (mutatis mutandis) a las FARC y al ELN de Colombia y que las Fueras Armadas Argentinas representaban el papel equivalente al que en Colombia representan las Fuerzas Armadas que les son propias.
Recordé aquella clase estos últimos días a partir de las noticias que el domingo pasado informaron acerca del histórico plebiscito en Colombia, en el cual el castrismo, las FARC y el pusilánime presidencial Juan Manuel Santos padecieron una sonora y merecida derrota electoral a expensas de la parte sana de la población, la cual no quiso entregarse gratuitamente al narco-marxismo criminal.
Resulta evidente que las consecuencias de las distintas guerras antiterroristas que vivieron muchos países de la América Española el Siglo pasado se repiten esquemáticamente y la Argentina, pareciera ser el caso más emblemático y exagerado de las secuelas de posguerra conforme el siguiente diseño:
1) la guerrilla mataba a diestra y siniestra. 2) El pueblo y la clase política desesperada clamó por una intervención militar drástica. 3) Al fin ésta se hizo presente. 4) Tras duras operaciones de combate se logró exterminar a la guerrilla. 5) Andando los años la insurgencia supérstite y sus compañeros de ruta regresaron disfrazados de víctimas e impregnados de un discurso martirial y derecho humanista, dando comienzo a una mendaz reescritura de la historia (con el aplauso cómplice de la progrería colateral y la chusma bienpensante) la cual obró de antesala para los teatrales juicios a militares y la consiguiente reivindicación e indemnización de los verdaderos culpables: los subversivos.

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Santos y el pacifismo alcahuete fueron los grandes derrotados del plebiscito

Este detallado modus operandi nació en Argentina y sin cambiarse una coma se extendió a todos los países de la región con resultados más o menos similares: los militares salvaron a sus países del comunismo y luego los comunistas reconvertidos a la farsa derecho-humanista los juzgaron, se enquistaron en el poder democrático para poder robar a cuatro manos y quedarse reposando no en la selva foquista sino en los elegantes barrios de sus respectivas capitales tomando champagne del mejor.
De todos estos repetitivos procesos hay uno que padece una situación bastante peculiar y es justamente el que se vive en Colombia, cuyo resultado del plebiscito acontecido el domingo pasado sorprendió a propios y extraños.
Efectivamente. Visto y considerando que hoy existe una hegemónica y abrumadora propaganda internacional en favor del terrorismo marxista y su endemoniada causa cabe preguntarse: ¿por qué razón Colombia conserva una parte poblacional mayoritaria con un intacto y justísimo desprecio por los asesinos de izquierda?.
Esta saludable tendencia se explica de una manera muy simple: Colombia conserva esa postura porque la guerrilla no es un triste lastre del pasado sino una peligrosa realidad del presente y por ende, la propaganda progresista pierde fuerza frente a la cruel amenaza de los mete-bombas. Luego, cuánto más cerca en el tiempo se está del peligro guerrillero más consciente se es del mal que ello implica y la acción psicológica queda trunca ante la perversidad guevarista. O sea que mientras exista el terrorismo de manera latente existirá una reacción masiva en su contra. Dicho de otro modo: mientras existan las FARC existirá una población colombiana mayoritaria que la rechace.
A contrario sensu, cuánto más lejos en el tiempo estemos de los hechos ocurridos, la memoria se disipa, la historia es reescrita con arreglo a cánones distorsivos y el grueso de la población acaba creyendo o aceptando dócilmente el siguiente axioma simplón: los militares fueron “genocidas” y los terroristas “chicos altruistas”.
Volvamos a mi clase ad hoc en Bogotá.
Al finalizar toda la explicación histórica y al tratar de estar parangonando lo acontecido en Argentina respecto de Colombia (analogía efectuada a los efectos de agilizar pedagógicamente el asunto) un alumno insumiso, visiblemente enfurecido y con aires de liderazgo levantó la mano y me increpó de este modo:
“No le permito que haga esa comparación! Mi país respeta los derechos humanos! Mi país no tiene militares genocidas! Mi país cumple con la ley!” y remató con la siguiente sentencia “mi país sí combate bien al terrorismo”.
Fue entonces cuando la clase quedó enmudecida en el medio de una tensa atmósfera cuando le pregunté al catequizado cabecilla lo siguiente:
“NM- ¿en qué año nacieron las FARC en Colombia?
R- En 1964
NM: ¿y hoy en el 2011 siguen actuando en la selva y en la ciudad?
R: Sí.
NM: O sea que si tras 45 años después de su creación aun no pudieron acabar con ella, lo confirmadamente cierto es que ustedes no la combaten bien sino que la combaten muy mal. Si en Argentina exterminamos el problema en poco más de dos años (de 1975 a 1977) lo que ustedes no pudieron resolver en 45, quiere decir que algo tienen que aprender de nosotros”. Con esta respuesta se dio fin a la intervención del pendenciero cuestionador.

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Eso sí: lo que también le aclaré al curso antes de terminar la clase es que no deben aprender de la Argentina el modo torpe de sobrellevar la posguerra, puesto que hoy las cárceles están abarrotadas de militares octogenarios y los elegantes pisos de Puerto Madero de guerrilleros millonarios.
Por lo tanto, mucho celebro hoy que el traidor Santos y su indecorosa corte de pacifistas y alcahuetes que le daban apoyo político (entre los que se encontraba Mauricio Macri) no se hayan salido con tan endemoniado propósito: Colombia merecía y la región necesitaba un gesto popular como el sucedido para ponerle coto a tan agobiante y empalagosa dosis de corrección política.

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